miércoles, 28 de mayo de 2014

CUATRO COSILLAS SOBRE LA OPINIÓN

Suelen llamar opinión a la medida individual de un acontecimiento. Ya aseguró Parménides que la opinión no se alimenta del conocimiento del entendimiento sino del de la sensación. Quizá por eso las opiniones de unos y de otros, en esta actualidad controvertida en la que nos movemos, son encendidas y apasionadas. Si la opinión proviniese del conocimiento que proporciona el entendimiento, el gentío la acomodaría a la verdad objetiva. Ocurre, sin embargo, que cada cual acomoda su opinión a las sensaciones, y así resulta que la olla de grillos es gigantesca. Porque cada cual emite una opinión acomodada a la verdad subjetiva, a ‘su’ verdad. Es la verdad que proporcionan las sensaciones: el partidismo, el amor, el odio, los intereses, la venganza, el deseo. El gentío poco a poco se instala en la rueda de piñón fijo y excluye las opiniones de los demás por considerarlas contrarias a sus sensaciones. Carente de flexibilidad mental, el personal acumula sensaciones para juzgar a través de ellas los acontecimientos de la vida diaria, familiar, social, política, comercial. El resultado tiene que ser forzosamente negativo porque sólo a través del entendimiento puede llegarse a una exposición objetiva de la verdad admitiendo, al mismo tiempo, la verdad de los otros como posiblemente válida. De hecho, formamos la experiencia a base de percepciones sensibles, acumulamos los hechos de experiencia como el que amontona arena, y olvidamos que debe darse de antemano la idea para que sea posible la percepción sensible y con ella la experiencia. Fue Platón el que dijo estas cosas, cabreado porque Protágoras ya había soltado el latigazo de que todo conocimiento es sólo apariencia.
Todo este rollo patatero viene a cuento de que hoy día nadie respeta la opinión del contrario porque la considera un flatus vocis, una ventosidad de la palabra, a juzgar por los repetidos encontronazos verbales que nos ofrecen a diario los representantes de la cosa pública. (Lo de ‘flatus vocis’ no es cosa mía: lo dijo en el siglo XI o por ahí un tal Roscelino de Compiègne quizá para contraponer las palabras a los hechos. De nada). 

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