lunes, 3 de octubre de 2022

 

EL CUENTO DEL ESCRITOR

JUAN GARODRI

 

Disculpa, amigo, que empiece con una palabra tan lingüísticamente solemne y empinada como la de ‘semántica’. Porque me parece que es complicado lo de la semántica, qué quieres que te diga. Puestos a desentrañar significados,  tú percibes claramente las diferencias significativas que pueden darse entre batalla y riña, por poner un ejemplo, o entre piso y casa, por poner otro. Si me apuras, también podemos señalar las diferencias de significado que pueden establecerse en el campo nocional del que maneja la pluma: escritor, escribiente, escribidor, letraherido, plumilla y plumífero. Pero no es fácil, créeme.

El escribiente se acomoda a esa figura casi envidiada en épocas anteriores a la aparición del lío informático y de la sacrosanta triple WWW, que conseguía un sueldo fijo rellenando a mano facturas y balances o caligrafiando las actas de los plenos del Ayuntamiento. También se llamaba escribiente a aquel hombre que se quemaba las cejas en las trastiendas de las zapaterías y en las oficinas de los constructores para cuadrarles las cuentas. En definitiva, era escribiente porque escribía. Y mucho.

El escritor, en cambio, pertenece a otro mundo. Antes de la triple WWW citada, se pasaba las horas escribiendo en un cuaderno a rayas (con pluma de oca o con estilográfica recargable, según los tiempos), los sentimientos líricos, las pasiones narrativas y los desenlaces dramáticos que su talento extraía de las posibilidades ideales, más o menos deseables, hasta que conseguía transformarlas en aparentes y verosímiles realidades concretas, bien aderezadas con la habilidad de la maestría verbal, el conocimiento de la propiedad léxica y el talento de la coherencia conceptual. Ahí tienes, sin ir más lejos, la amplia nómina de escritores relacionados en cualquier manual de literatura. O los nombres de escritores famosos que aparecen en las listas de ventas publicadas por los suplementos literarios fin de semana.

En cuanto al concepto de escribidor, anda y pregúntale por su significado a Vargas Llosa. Y en cuanto a lo de letraherido, pregúntale al ‘agente provocador’ de Pere Gimferrer o, tal vez, a la facundia suficiente de Luis Antonio de Villena. Ahora, eso sí, por lo que se refiere a lo de plumífero y plumilla, pregúntale a mi amigo Severino Miranda.

Bueno, para no liarte, voy al grano. Y el grano trata de un amigo que yo tenía en los tiempos de la Universidad, esas amistadas enconadas y juveniles en que sobreabunda la camaradería y los amigos comparten sin demasiados miramientos los contenidos de tres remolinos existenciales, a saber: uno, los apuntes de crítica literaria y/o el paracetamol para los resfriados; dos, las zapatillas de baloncesto y/o la mutua soledad de las cogorzas de los viernes noche; y tres, las chapuzas culinarias en el piso y/o las apetitosas turgencias de las muchachas en el campus.

Ya te digo, Miranda y yo éramos amigos. Y, como suele ocurrir dentro de las buenas amistades, uno pide y otro da, de manera que él pedía porque yo solía acceder a lo que él solía pedir, hasta el punto de que utilizaba como norma de comportamiento la actitud parasitaria de las garrapatas a las que no hay desparasitador que las desparasite, una vez aferradas al pellejo.

Habitualmente, mi amigo pedía y yo daba, ya te digo. Y así, mientras él se largaba a dar una vuelta para ahuyentar el tedio rosado de los atardeceres, yo permanecía como un gilipollas en la habitación del piso, bien acodado en la roña olorosa de la mesa, devanándome los sesos para interpretar la velocidad caligráfica de mis apuntes y pasándolos a limpio para que él, convertido en rey del mambo, pudiera fotocopiarlos a la mañana siguiente.

Otras veces, la dificultad se agazapaba en el comentario de texto, actividad didáctica que odiaba visceralmente, decía, porque lo relegaba a la figura adolescente de segundo de ESO, ya superada, no sin astucia, triquiñuelas y chuletas perfectamente adaptadas al copieteo. Era humillante tener que retroceder hasta los años insensatos del instituto. «Yo ya he traspasado ese estadio lechoso de sarampión mental», sentenciaba. Y ahí me tenías liado con el comentario de texto, una tarde tras otra, sin levantar cabeza para que el rey del mambo se tirase el farol de deslumbrar al personal, generalmente femenino, con la ficticia posesión de una extraordinaria lucidez interpretativa y con la descarada aserción de que, en consecuencia, los textos de Guillén, por ejemplo, y los del 27 en general resultaban para él pan comido.

Cuando yo terminé, Miranda se arrastraba todavía por tercero o cuarto de carrera y creo que aún le quedaba alguna de segundo. No volvimos a vernos. Y asentados en el hecho de que la memoria se vuelve perezosa y liviana, cada vez fueron distanciándose más acusadamente los recuerdos hasta el punto de que desaparecieron como la niebla o las nubes.

Y ahí reside precisamente el cogotón de mi sorpresa. Como todas las mañanas, yo tomaba mi café caliente en el bar. Abro el periódico y, cielos, es él. Un artículo de media página firmado por él. «Severino Miranda. Escritor», decía. Los colegas miraron sin comprender la repentina tragantada que me desencadenó la violencia insoportable de una tos enfadosa y salpicona. La palabra “escritor”, rodeada de ufanía, podía haberse atravesado en cualquier parte, más o menos vulnerable de mi anatomía, en los ojos, por ejemplo, y haberme vuelto la visión borrosa, o en las tripas, y haberme producido una aerofagia dispéptica y antiescritora. Pero no. Se me atravesó en la garganta como hueso de pollo que adoptaba la forma vanidosa de un plumífero devenido en escritor. Y seguí tosiendo.

Con resignación y algo de rabia, pensé que en este país, suele decirse, el más tonto sabe hacer relojes. A no ser que Miranda se hubiera convertido milagrosamente en relojero. Tal vez.

 

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