LAS ACEITUNAS
No
se trata de colocarte un rollo sobre los sueños y su función compensadora de
las deficiencias de la mente. Ya lo hizo Carl G. Jung para satisfacción de la
fauna quiromántica en general. Pero sí quiero decirte que soñar, lo que se dice
soñar, atrae al gentío para compensar las deficiencias económicas y se sueña,
por ejemplo, con el bote de la primitiva. Lo peor es que los sueños nunca se
transforman en realidad apetecible y devienen, a lo más, en suntuosidades
evanescentes.
Esto
de los sueños con definición crematística es asunto viejo. No tienes más que
echar mano del cuento de la lechera y sus consecuentes aporías. La moza
devanaba la rueca de sus pensamientos y llegó un instante casi diáfano en que
se vio dueña de medio mundo. Otro tanto quiso expresar Lope de Rueda con Las
aceitunas, esa bronca familiar y renacentista entre marido y mujer motivada
por la hacienda que podría adquirirse con las posibles ganancias de unas
aceitunas cosechadas dentro de treinta años.
Sin
embargo, qué quieres que te diga, hoy todo esto suena a rancio. Podrá
discutirse sobre la rentabilidad inversora en acciones de futuro, o en Ibex 35
o en los multifondos o en los eurovalores. Pero hoy nadie monta una discusión
familiar y doméstica sobre la rentabilidad de las aceitunas a largo plazo (ni a
corto). No tienes más que ver los olivares de la Sierra de Gata. Desde Pozuelo
a Villanueva de la Sierra, desde Hernán Pérez a Torrecilla de los Angeles,
desde Cadalso a Santibáñez, faldas y laderas, sinuosidades y hondonadas lanzan
al viento el envés plateado de sus olivares. Y es que no hace tanto tiempo,
cada pueblo era un olivar y cada olivar era un jardín en el que podía
desarrollarse perfectamente esa ansia de totalidad iluminadora que subyacía en
los ritos iniciáticos de Eleusis. Símbolo de la luz era el aceite. Y símbolo de
poder. De hecho, los atletas griegos se embadurnaban el cuerpo con aceite y
creían que, de esta manera, sus músculos adquirían una flexibilidad
todopoderosa y triunfadora. (Algo así como los anabolizantes de hoy pero sin
los falsetes químicos del dopaje).
El
aceite, por otra parte, poseía una duplicidad esencial que derivaba de sus
étimos y que, en consecuencia, se concretaba en los misterios y en las cocinas.
Los ritos mistéricos ungían con óleo (étimo latino oleum) al
seleccionado para que representase a la colectividad en las relaciones divinas.
Y el ungido se aposentaba en la magia de la unción y no había quien lo
removiese. Y no paró ahí la cosa. A los reyes también les dio por ungirse. Y
así, desde que en el siglo VI apareció Isidoro de Sevilla para ungir y
sacralizar a la monarquía visigoda, todos los Sisenandos, Pipinos, Wambas,
Alfonsos y sucesores asentaron su concepto medieval del mando en el rito de la
unción. El valor del aceite alcanzó de esta manera una cotización altísima de
forma que los índices palaciego-bursátiles magnificaban a sus poseedores y
adquirentes, por más que Jorge Manrique se empeñase en descalificar el
esplendor cortesano construyendo estrofas de pie quebrado para avivar el seso
que se dirigía peligrosa y velozmente a la muerte marítima.
El
segundo étimo es árabe (az-zait, jugo de la oliva), y adquirió pronto un
desarrollo popular y doméstico afianzado, sin duda, en esa atracción olorosa y
casi metafísica del chorizo y los huevos fritos. Hay quien asegura que las
relaciones familiares del mundo mediterráneo se mantuvieron incólumes gracias
al lazo gastronómico que aseguraba una fidelidad inquebrantable tipo
marido-mujer o padres-hijos, sentados reverencialmente alrededor del plato
aliñado con aceite.
Antiguamente,
cada olivar era un jardín, te decía, con opciones de futuro. Hoy han cambiado
las cosas. Recorre conmigo la aureola otoñal de la Sierra de Gata y verás la
tristeza de muchos olivares en los que los yerbajos y matacandiles, caries
herbaria de los campos, perforan los viejos troncos de los olivos
arrebatándoles su plateada dignidad centenaria. Y por más que convoques al Ubi
sunt y demás tropos, la convergencia de Maastricht se ha cargado aquella
magnificencia casi mítica que definía al olivo como árbol enriquecedor y
próspero. Como para echarse a soñar, que te decía al principio. Y es que el
abandono generacional e irrentable (me invento la palabra: no encuentro otra)
provoca esa decrepitud de anorexia arbórea que consume los recursos del olivar.
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