jueves, 30 de septiembre de 2021

 (Un artículo antiguo - Domingo, 4 de mayo de 2003)


GILIOREXIA

JUAN GARODRI

 

 He vuelto a las andadas: acabo de inventar la palabra. Giliorexia. Hubo un tiempo en que me dediqué a la poesía experimental, y así me fue, y hasta publiqué un libro-poemario, Lamento del recuerdo (Ciudad Real, 1982), en el que exponía que el conocimiento del lenguaje tenía que ir unido a la habilidad para manipularlo y que asumir la existencia consistía en caminar por un laberinto de palabras arrebatadas a las más íntimas catacumbas del lenguaje, cuanto más catacumbas y más íntimas mejor, y así le fue al libro, repito. No le hizo caso ni Dios, a pesar de las letras de aliento que le dedicó don Ricardo Senabre y de la presentación que Ángel Sánchez Pascual hizo de él en la Residencia de Estudiantes San José. Yo estaba acosado entonces por un afán desordenado de deglutir palabras, y fruto de aquella verborexia (ostras, acabo de inventar otra) aparecieron términos como «cuersexpo», para expresar que el sexo es el punto equidistante, equilibrador del cuerpo humano; «ambidifunto», para declarar que el ser humano es también difunto en vida, no sólo después de muerto; «pensaburrimiento», para manifestar que el pensamiento humano es un coñazo histórico, filosóficamente aburrido, pesimista y fastidioso; «oscurcindado», para exponer que el hombre (y la mujer, naturalmente) sobrevive rodeado de oscuridad mental y herido por ella. En fin, inventé otras muchas palabras porque mi verborexia, ya digo, era obsesiva e incesante, pero nadie les hizo caso, y ahí permanecen, en la ceniza de las páginas, esa incineración que el tiempo aplica a lo escrito en época de juventud y de utopías literarias.

Y ahora aparece lo de la «ortorexia» (Ver HOY, 28-04-03). La alumbra el afijo orto-, de raíz griega: «orthós», ‘recto’ o ‘correcto’; de donde ortorexia vendría a ser algo así  como el intento de evitar la alimentación considerada como perjudicial para el organismo humano. Acuciado por mi antiguo apetito verbal, no del todo desaparecido a pesar de esfuerzos y sacrificios, confieso que me atrajo la palabra, como una golosina de la lexicografía. Ortorexia. Suena bien. Como esas copas de cristal  que emiten un sonido casi transparente cuando las golpeas con la cucharilla. Lástima que la pureza acristalada de la palabra haya que asociarla con la estupidez. Es el contrasentido que coloca en su sitio la existencia, esa falta de correspondencia lógica entre lo que se pretende y lo que se consigue. Algo así le ocurre a la anagyris foétida, de nombre botánico sonoramente deslumbrante y de olor nauseabundo, sin embargo.

Así que aparecen en España los primeros casos de ortorexia, el culto obsesivo a la comida sana, «un trastorno de la alimentación tan peligroso como la anorexia». Zumba cojones. De manera que el personal empieza a inclinarse por la comida sana ¿sana? hasta el punto de preferir empinar el zapato reventado de salud. Y así se entera uno de cosas sorprendentemente ridículas. Por ejemplo, que la actriz Julia Roberts bebe diariamente litros y litros de leche de soja, así se le ha quedado ese rostro chupado, antes resplandeciente y atractivo (Pretty woman), ahora consumido y triste, de ojos hundidos y labios como morcillas. Por ejemplo, que  Jennifer López se hace las tortillas solo con claras de huevo, que no sé qué tortillas saldrán sin la amistosa densidad de las yemas, así se le ha quedado rígido el trasero, antes abundante y cómplice, ahora solitario y distante. Por ejemplo, que Jean Paul Gautier se toma más de 65 zumos de naranja diarios, no es de extrañar que se le haya quedado esa cara de azahar perfumado y patético, de tanta frecuencia evacuatoria. Ortorexia.

Un complejo de culpabilidad exacerbado si se cae en la tentación del chorizo y los huevos fritos. Desde que el vitalismo posmoderno y su explicación de los fenómenos biológicos borraron del mapa el concepto religioso de pecado, no han dejado de aparecer movimientos que impulsan a la aceptación del concepto biológico de lo pecaminoso, en el sentido de que la realización de un acto contrario al decálogo alimenticio, o ecológico o naturista o eco-biótico, provoca en el pecador una excitada conciencia de culpa que lo induce a «comer sano», o a aumentar los grados de cocción de los ingredientes, o a acrecentar el tiempo de lavado de frutas y verduras, o a aplicarse penitencias salutíferas que mortifiquen sus deslices, como visualizar uno por uno los envases alimentarios para comprobar el etiquetado y rechazar voluntariosamente todo aquello que huela a conservantes y colorantes. Ortorexia. Como las publicaciones del ramo se apliquen al tema de la condenación eterna por pecar en el consumo de casi todos los productos, los restauradores y dueños de casas de comidas lo van a tener crudo.  Si se extiende en el aire el olor de santidad ecobiótica, adiós al churrasco, a las chuletillas de cordero y al jamón de pata negra. Adiós a los coquillos con miel, al brazo de gitano y a las tartas con nata y cabello de ángel. No sólo cambiarán las costumbres alimentarias sino que, además, los neoconversos/as y ortoréxicos/as tendrán que arrastrar un carrito semejante al de la compra para disponer de evacuatorio adecuado, porque a ver cómo se las arreglan si ingieren 16 litros de agua diarios, o 52 zumos de naranja diarios, o 12 litros de leche de soja diarios. Qué tristeza, Dios mío, todo el día meando. Qué tristeza prescindir de la carne, del pescado y de los huevos con jamón. No digo que no: reducirán sus niveles de colesterol hasta límites saludablemente mínimos; pero sospecho, al mismo tiempo, que las pasarán canutas para que se les enderece el pindongo/a, porque es sabido que la reducción excesiva del nivel de colesterol produce un descenso alarmante del apetito sexual.

Ortorexia. Apetito correcto, ganas de comer correctas, según un canon de corrección alimentaria obsesivamente exagerado. Todo para conseguir llegar a la muerte irremediablemente sanos. No me digas que esta obsesión no es una perfecta giliorexia (apetito desenfrenado de mantener la salud a base de gilipolleces).

 

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