DONDE
DICEN PROGRESO YO DIGO PROGRETURA
¡Qué
bien queda hablar de progreso! Y hasta hay quien se considera culto,
importante y muy actualizado porque arroja la palabra «progreso» como un
arma cortante en su defensa personal. Sin embargo, la idea del progreso es
vieja. Tan vieja como las ideas. Cuando decimos que las ideas gobiernan el
mundo o que ejercen un poder decisivo en la Historia, pensamos generalmente en
dos grupos de ideas: el primer grupo
reúne aquellas ideas cuya realización depende de la voluntad humana, como la
libertad, la tolerancia o la igualdad social, por ejemplo. A lo largo
de los tiempos, estas ideas han sido (y son) objeto de aprobación o de rechazo
según se consideren buenas o malas (útiles o inútiles para colmar las
aspiraciones humanas), y no por ser verdaderas o falsas. El segundo grupo de
ideas puede tener importancia en la determinación de la conducta humana y, sin
embargo, no dependen de la voluntad del hombre. Son ideas referentes a los
misterios de la vida, el Destino, la Providencia, la inmortalidad personal.
Estas ideas pueden actuar de manera importante sobre las formas de desarrollo
social y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino
porque se las supone verdaderas o falsas. Los regímenes absolutistas y
dictatoriales siempre han gobernado manipulando el ventilador ideológico a
través de ideas supuestamente verdaderas para imponerlas, o falsas para
rechazarlas, aunque su veracidad o falsedad fuese impuesta por decreto. Los
gobiernos democráticos (ojo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo,
tampoco es oro, ni siquiera plata, ni siquiera bronce ¿latón, quizá? todo lo
que reluce en democracia) los gobiernos democráticos, decía, difunden su
calendario ideológico a través de ideas supuestamente útiles o inútiles para
conseguir el bienestar social, sin plantearse el hecho de que sean verdaderas o
falsas. Y se hace consistir en ello el progreso.
Mientras Platón y otros brillantes
cerebros postsocráticos estaban ocupados en los problemas del universo, los
hombres podían mejorar la construcción de barcos o inventar nuevas
demostraciones geométricas, pero su ciencia hizo poco o nada para transformar
las condiciones de vida. Si lo comparamos con la actualidad, se aprecia una
similitud sorprendente. La ciencia y la técnica han alcanzado niveles
insospechados, pero poco o nada se hace para transformar las condiciones de
vida. Ya sé que alguien me acusará de sonsonete demagógico, pero así y todo,
¿qué progreso supone la sofisticación de armamento bélico o la gigantesca proliferación de medios y redes sociales o la comprobación de las radiaciones de Marte, por poner
unos ejemplos, cuando millones de seres humanos mueren de hambre o son
oprimidos y humillados? ¿Qué progreso es éste en cuyo nombre se enriquecen los
fabricantes de armas, se incrusta la tontuna en el cerebro del gentío para que
ceda a la pulsión consumópata y se adormece al personal con cutrerías
insoportablemente televisivas? ¿Qué progreso éste en el que cualquier
chichirimundi se hace político, generalmente para espantar sus
obsesiones y conseguir sus pretensiones, como si la política fuese un medro
(material o psicológico) en lugar de un servicio a la comunidad? Es un
concepto del progreso basado en acontecimientos episódicos.
Sin embargo, el progreso, como tal, se asienta en dos elementos inseparables:
la conjunción absoluta del avance científico o tecnológico y la cultura. Si se
separan, ya no hay progreso. Aparece entonces la «Progretura», una especie de refrito entre
progreso y cultura, más grotesco que maloliente. La progretura produce
ejemplares típicos y pintorescos. El representante genuino de la ‘progretura’
es el «progreta», esa especie de cachas de la ignominia que piensa que es más
progresista que nadie porque afirma, según parece, que la
estética de lo sucio, la violencia y la permisividad indiscriminada constituyen
el signo lúcido del progreso. Y dónde dejas al progreta político, esa especie de cachas de la
estulticia que se dedica a la caza del voto en un ejercicio depredador y cínico
de cinegética democrática, para olvidar la voluntad popular al día siguiente de
las elecciones, concentrado en el ejercicio gratificante del acoso y derribo
del contrario, como si la acción de gobierno consistiese en unas tientas de
novillos vitorinos en Monteviejo. Progretura, ya digo.
En
cualquier acción de progreso, no puede olvidarse la cultura. La cultura no consiste en saber mucho.
La cultura consiste en poseer el mayor número de referentes conceptuales para
interpretar la realidad de forma humanamente lúcida. El progreta posee tres
referentes conceptuales o cinco o diez y aunque técnicamente esté bien formado
(domina la navegación cibernética y conoce las triquiñuelas electrónicas y
técnicas, por ejemplo) interpreta la realidad de manera raquítica, uniforme y
única. El progresista, por el contrario, además de estar al día en los avances
técnicos y científicos, ha adquirido cincuenta o setenta o cien o mil
referentes conceptuales que le ayudan a una interpretación generosa, pluriforme
y flexible de la realidad. El progresista realiza la acción de conjuntar
ciencia, tecnología y cultura: la ciencia y la tecnología, para progresar en la
posible solución de las deficiencias humanas; la cultura, para defenderse del
asedio al que es sometido diariamente por los lavacerebros y otros lepidópteros
de la fauna urbana . El progreta, en cambio, piensa que con sólo la ciencia y
la tecnología se encarama uno en la cima del progreso. Esta actitud entraña un
peligro subliminal y constante: el de encontrarse indefenso ante la continua
agresión con que lo bombardea la publicidad (millonariamente técnica y
científica) y la información mediática, halagándolo y haciéndole creer que la
tiene lisa porque de vez en cuando se la embadurna de modernidad y de progreso.
Y el tipo va y se lo cree. No dispone de los referentes necesarios para montar
su propia defensa. Es la riada de la progretura. Los cráneos privilegiados que
dirigen los destinos de los hombres, rellenan al personal de tecnología y de
ciencia para asustar a los patanes. Buenos técnicos, pero ciudadanos incultos.
Tal vez ahí es donde subyace la perversidad del sistema porque se me ocurre
pensar que un hombre inculto es más fácilmente manipulable, por no decir más
fácilmente gobernable, por muy buen técnico que sea. Además de proporcionar una futura mano de obra
cualificada y tal vez barata. Así que la progretura lucha con ahinco para
atontecer al personal. Se vale del poderío mediático y de la extensión del
horterismo. Hay que esterilizar las ideas. Hay que tirar a repañinas
preservativos ideológicos para que el gentío no piense. Un hombre solamente es
peligroso cuando desarrolla reflexivamente su capacidad de pensar.
En fin,
el progreta se considera progresista (no quiere decir que lo sea) por el simple
hecho de vivir en el segundo milenio, inmerso en el oleaje del consumismo, en la trampa de la sedicente libertad y en el coro
sabihondo del monorraíl mental. Así lo creyó hace más de doscientos años el
Abbé de Saint-Pierre, ilusionado con una idea del progreso utilitaristamente
prohumana. Llegó a afirmar que monumentos artísticos como Notre Dame
tenían menos valor que un puente o una carretera. La historia no le ha hecho ni
puñetero caso.
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