lunes, 12 de noviembre de 2018

LA (IN)FELICIDAD DE LOS VIAJES


MASOCAS
JUAN  GARODRI

 (Publicado en HOY el 1 de agosto de 2004)

Siempre me ha sorprendido la felicidad que dicen que proporcionan los viajes. Me refiero a estas alturas. Hace veinticinco años, o más, yo era el más feliz de los mortales cada vez que salía de viaje. Recorrí parte de España, Portugal y Francia con una mochila a las espaldas —el autostop era un medio seguro para llegar a cualquier parte—, tomé por hotel las estaciones ferroviarias o las de autobuses, y me alimenté de pan, sardinas y tomates. Era la ilusión de la libertad. Libertad en estado puro. Ahora la libertad ha perdido su pureza, como las aguas y las costumbres, y casi todo adquiere el tono mediático de la inmediatez y la desesperanza.
Han sido unos días felices. Los días de los viajes son felices. No hay mayor felicidad que la que proporciona un viaje. Sobre todo si es un viaje al extranjero. Ya se sabe, esos viajes de los que podamos hablar al regreso mientras se magnifica la piedra, la cultura eslava y los ojos entre azul y acuosos de las nativas. El viaje es, al mismo tiempo, la exaltación de uno mismo, el arrebato férvido de la propia pequeñez geográfica. En realidad, no se va de viaje a enaltecer la piedra ajena o el rostro más o menos virginal de las muchachas: se va de viaje a conquistar terrenos interiores. El viaje al extranjero desarrolla la autoestima y alarga la limitación individual. Y no digamos si el viaje es uno de los que el gentío realiza más allá del extranjero. Porque te largas más allá del extranjero y olvidas el olor de España. No es una decisión malintencionada y perversa. El hecho de olvidar el olor de España no obedece a maldad antipatrióticamente enconada. Obedece más bien al inocente subidón de lejanía y separación que sufre cualquiera cuando pretende alejarse de la casa paterna. Y el gentío emprende el viaje. No voy a narrarlo con la pormenorización  con la que Arthur Gordon Pym, de Nantucket, se dispuso a contar el motín a bordo del “Grampus”, entre otras cosas porque el relato  «representa un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de Poe» (Cortázar), pero sí voy a contarlo con la alegría inconmensurable con la que casi todo el mundo se lanza a la aventura viajera. La gente es nadie si no viaja. Sólo el viaje supone la ruptura de la monotonía, ese espejo que te devuelve a diario la insoportable repetición de las desavenencias. Sólo el viaje te ofrece la libertad de las aves y los barcos, la perspectiva probable de una huída hacia el exterior de uno mismo, la superación del petardo diario que constituye la relación social, el avasallamiento de la propia contingencia. Así que la gente se decide al conocimiento. Porque previamente tiene que conocer la deslumbrante relación que expelen las agencias de viaje. El que viaja es feliz.
Miles, millones de personas se consagran a expandir la radiante cualidad del predicado: el que viaja es feliz. Ocurre, sin embargo, que la felicidad se atribuye al hecho de viajar, al medio con el que se viaja y a la lejanía del punto de destino, no a la interioridad de la persona que viaja. De lo que se deduce que la llegada al aeropuerto de Barajas, por ejemplo, debería producir en el viajero una satisfacción equiparable a la complacencia. Todo lo contrario. Dejamos el coche en el parking y arrastramos la maleta hasta la terminal. Nunca habíamos comparado la maleta con un muerto. Ahora sí. Era como si arrastrásemos un muerto pesadísismo con dos ruedecitas en lugar de pies. Pero un muerto. Después de sortear el caos absoluto que delimitan la agitación y los carritos, logramos identificar las ventanillas 13 y 14, justo las señaladas por nuestra agencia para la facturación. Hicimos fila. Y era de ver la fluidez con que avanzaban los viajeros de la fila de al lado y el plomo que inexplicablemente se había adherido a la suela de nuestros zapatos: nos había tocado en suerte la tonta del aeropuerto. Los viajeros vecinos avanzaban cada tres minutos; nosotros, cada doce. Una hora y cuarenta y cinco minutos permanecimos en la fila. Nuestra desesperación se acrecentaba a medida que las maletas ajenas eran engullidas tras su facturación mientras las nuestras permanecían inmóviles. Diez minutos faltaban para embarcar. Corrimos como locos a través de pasillos y controles. Con el aliento aniquilado logramos llegar finalmente junto al autocar que nos trasladaría al avión de las líneas checas. La llegada a Praga fue esquizofrénica. Por alguna razón incognoscible nos agruparon como a ovejas hasta la llegada del autocar. Arrastre de muertos-maletas y embarque hasta el hotel. Felicidad: nuestro hotel, situado en la periferia, en un lugar tranquilo, era el último del recorrido. Nada hay más execrable que un hotel situado en un lugar tranquilo. El autocar iba depositando tres turistas acá, cinco allá, siete acullá. Recorrimos Praga La Nuit (desconozco cómo se dice en checo) dos o tres veces. A la 1’35 de la madrugada llegamos a nuestro hotel. No teníamos rodillas, piernas ni riñones. En perfecto estado, se entiende. Tampoco teníamos cena. Después de tres cuartos de hora de agria discusión en un inglés perfectamente dudoso, conseguimos una bolsa de plástico con un tomate, una manzana, un pedazo de queso y un yogur. El agua del grifo de la habitación era potable.
Excedería los límites de este artículo enumerar las infelicidades que nos hicieron felices en Praga, en Viena, en Budapest. Palizas consentidamente asesinas. A pesar de la desintegración de las rodillas, del aplanamiento de los pies y de las 0’50 que en todas partes cobraban por mear, las seis o siete horas diarias de caminata eran pan comido. Ahora, eso sí, piedras vimos un montón y palacios y castillos y parlamentos y hoteles de seis estrellas y parques y jardines y hasta el palacio de Sissi con su camita y todo y el váter en el que se encerraba para hacer pipí. También nos permitimos el lujo de pasear en barco por el Danubio, en Budapest, y cenar a la luz de las velas bajo la eufonía herida de los violines. Y un colega al que no veía hace veinte años pues allí estaba, que el mundo es un pañuelo, coño, me dijo. “Praga mejor que Viena, ¿verdad?”. Le respondí que no, que Viena me había deslumbrado. “Pero qué dices”, se sorprendió, “si en los semáforos de Viena sólo se ven mercedes, audis y bemeuves, qué asco”.
A pesar de los huesos molidos, ha sido un viaje feliz. Diez días sin periódicos. El tufo a farsa (Comisión 11-M) que se extiende por todo el territorio nacional es más intenso que el olor de la sopa de frutas húngara. Otra vez el (d)olor de España.


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