OH, LA TELE
Si tiene usted las agallas que hay que tener para tragarse un telediario
completo, habrá advertido que las intenciones de quienes nos ‘echan’ las
noticias (que son la alfalfa del borreguío televidente) persiguen, a mi
parecer, un fin: que el gentío tiemble de miedo. Un 40 % de la información
expone a diario tragedias, asesinatos, maltrato físico, violencia de género,
accidentes de tráfico, devastaciones climatológicas, dolor y muerte. El 60 %
restante se divide entre deportes, política económica y publicidad.
Michael Moore, el del documental “Bowling
for Columbine” que hizo tanta pupa, dijo que los medios procuran que
tengamos miedo. «Animo a la gente a que apague la tele porque nos están
triturando el cerebro». Apagar la tele. ¿Y entonces? Hablar o leer. Hablar con
la familia resulta fastidioso porque hoy no se habla, se discute. Mejor ver la
tele. Leer es insoportable. Un aburrimiento pertinaz que carga la vista e
hincha la cabeza. La lectura es para los letraheridos. Mejor ver la tele. Y el
gentío se distrae zapeando. Más miedo. Los programas matutinos, orlados de
atractiva publicidad doméstica, meten el miedo en el cuerpo con la cosa del
colesterol, la hipertensión, los ácidos biliares y la celulitis. Los programas
vespertinos exponen las lágrimas de la señora que ha perdido a su hijo, o que
se le ha inundado la casa, o que padece cáncer de colon, o que se ve obligada a
subsistir con 327 euros, o que ha sufrido un atraco, o que han violado a su
hija. Y así. Ese cúmulo de desgracias, esparcidas por los espacios televisivos
como quien esparce abono, eleva la adrenalina y produce una honda satisfacción
contradictoria, el hallazgo del gusto en la desgracia. No, mister Moore. El
gentío no tiene el cerebro triturado por la tele. El gentío disfruta con la
tele, su tabla de salvación. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo
Arquímedes. La tele. El punto de apoyo.
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