sábado, 10 de febrero de 2018

LO DE ESCRIBIR, ESA COSA



Desde que leí lo de Javier Marías ando cabizbajo. «Imprenta o fuego», decía él. Se refería al hecho dificultoso de la escritura, aun teniendo facilidad e imaginación para escribir, y a la minuciosidad y trabajo que conlleva el acto de crear una novela, corregirla, depurarla, dotarla de naturaleza artística e insuflarle vida verosímil. Aun así, miles, cientos de miles de personas, gente de toda clase y condición, preparada y no preparada, culta y analfabeta, toñín y maruja, ha escrito  novelas «o ansía un día escribirlas». Asegura Javier Marías que cuando, en su momento, visitó la Feria de Francfort, tuvo «la sensación de gota de agua en el océano» que le produjo la contemplación de cientos de stands repletos de libros, catálogos en los que aparecían millones de libros. Es la sensación «de ser superfluo», la abrumada convicción de que nada va a cambiar porque yo escriba una novela. No me extraña que el autor asegure (¿o es también ficción narrativa?) que duda si arrojar al fuego la última novela que está escribiendo, o terminando de escribir, o que ya ha terminado, no recuerdo.
No fue ficción narrativa, sin embargo, el extremo al que llegó en cierta ocasión Rafael Sánchez Ferlosio. Acababa yo de publicar mi primer poemario (1982 o por ahí) y me dijo un día Leopoldo Gutiérrez, senior (q.e.p.d.): A ver si me pasas algún ejemplar, que me gusta leerte. Se lo entregué en su consulta de otorrinolaringólogo, en la Corredera, y hablamos de libros y autores. Me contó entonces que una tarde se dirigió al palacio de los Duques de Alba (llamado ‘de la Camisona’, en Coria) para visitar a Rafael, con quien mantenía cierta relación amistosa de juventud. Ferlosio se disponía a arrojar a las llamas de la chimenea el manuscrito de su, entonces, última novela, cosa que hizo, fastidiado por el acoso de los editores. A propósito de esta anécdota, varias veces me ha aguijoneado la intención de comentarla directamente con el propio Sánchez Ferlosio. Con frecuencia me cruzo con él en alguna calle de Coria, o en el paseo de la Isla acompañado de Jesús Domínguez, o  sentado en la terraza de Alkarika embebido en sus reflexiones, o charlando con Gonzalo Hidalgo. Lo saludo y me dice, ¡Qué hay, Máximo!, pero no me decido a preguntarle por la quema de su manuscrito. (Máximo era el nombre de mi padre, peluquero que le arreglaba el pelo, así como a su padre, don Rafael Sánchez Mazas durante las estancias en Coria). 
Vuelvo al principio. Si Javier Marías ha sentido tentaciones de arrojar al fuego su última novela; si Rafael Sánchez Ferlosio arrojó, en cierta ocasión,  su manuscrito al fuego; si estos espléndidos escritores, inscritos ahora mismo entre los mejores de las letras españolas, con reconocimiento general y unánime de lectores y crítica, si estos autores, ya digo, se consideran como gota de agua en el océano de la publicación (Marías), o con la tímida  humildad personal que lo desenfatiza (Ferlosio), a ver qué hacemos los que escribimos de vez en cuando cuatro cosas deslavazadas y, estas sí, probablemente prescindibles.
Así que una especie de depresión literaria me ataca las meninges cuando observo las ingentes cantidades de escritores (?) que he visto en Internet, escritores (?) exultantes, pagados de sí mismos, descubridores de mediterráneos narrativos o poéticos, para qué se me ocurriría entrar en la dirección web hallada, una de esas que pululan a cientos por los portales internáuticos dedicadas a la cosa literaria: cientos, miles de escritores, tropecientos escritores, poetas, novelistas, ensayistas, cuentistas de todo el mundo (sobre todo poetas, qué bárbaro, y cuentistas), buscadores incansables del tesoro que sustenta la raíz del éxito. Resulta sorprendente la cantidad de gente que se dedica a escribir: jubilados, amas de casa, honestos funcionarios, empleados de banca, músicos callejeros y hasta despreocupados y mangantes... Ahora, eso sí, los que más inciden en el hecho escribidor son los jóvenes y los enterados (de pueblo). Se entiende que a un joven (se me hace difícil el femenino jóvena, pero lo tengo en cuenta) lo posea el apetecible anhelo de la escritura y acaricie sueños de celebridad y editoriales. Pero un enterado “que no ha escrito ni una línea” en su trabajadora vida venga, a estas alturas de la maduración, a autodefinirse como escritor porque lee sus alucinaciones romanceadas en la fiesta del Libro, no deja de aparecer como una pretensión extrema. Tal vez yo sea capaz de mirar el nivel de aceite del cárter de mi coche e incluso de hurgar en el carburador si el caso lo requiere. Tal vez yo sea capaz de adquirir en cualquier carrefour unos módulos empaquetados y montar con ellos un zapatero para colocar, obviamente, los zapatos en un rincón de la cochera. Tal vez yo sea capaz de arreglar un enchufe e incluso de desmontar el halógeno de la lámpara del salón, que acaba de fundirse. En ningún caso, sin embargo, se me ocurrirá afirmar a causa de dichas capacidades que soy mecánico, electricista o carpintero. Mucho menos, de fina carpintería.
La enseñanza literaria era fundamental en programas y métodos al finalizar el Imperio romano. Prisciano, profesor en Bizancio durante 27 años, compuso su Praeexercitamina para mostrar a sus discípulos cómo habían de componer un relato o una fábula, variar las figuras retóricas o desarrollar un tema siguiendo reglas determinadas. Ahora cualquier chichirimundi, desconocedor de reglas y de técnicas, se cree un Garcilaso surgido de alguna O. T. literaria.

(Acotación: este artículo fue publicado en HOY en septiembre de 2002. Jesús Domínguez me dijo unos días después que, hablando con Ferlosio sobre el tema, Rafael le comentó que jamás se le había ocurrido lanzar al fuego ninguno de sus escritos).






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