Desde que leí lo de Javier Marías ando cabizbajo. «Imprenta o
fuego», decía él. Se refería al hecho dificultoso de la escritura, aun teniendo
facilidad e imaginación para escribir, y a la minuciosidad y trabajo que
conlleva el acto de crear una novela, corregirla, depurarla, dotarla de
naturaleza artística e insuflarle vida verosímil. Aun así, miles, cientos de
miles de personas, gente de toda clase y condición, preparada y no preparada,
culta y analfabeta, toñín y maruja, ha escrito
novelas «o ansía un día escribirlas». Asegura Javier Marías que cuando,
en su momento, visitó la Feria de Francfort, tuvo «la sensación de gota de agua
en el océano» que le produjo la contemplación de cientos de stands
repletos de libros, catálogos en los que aparecían millones de libros. Es la
sensación «de ser superfluo», la abrumada convicción de que nada va a cambiar
porque yo escriba una novela. No me extraña que el autor asegure (¿o es también
ficción narrativa?) que duda si arrojar al fuego la última novela que está
escribiendo, o terminando de escribir, o que ya ha terminado, no recuerdo.
No fue ficción narrativa, sin embargo, el extremo al que
llegó en cierta ocasión Rafael Sánchez Ferlosio. Acababa yo de publicar mi
primer poemario (1982 o por ahí) y me dijo un día Leopoldo Gutiérrez, senior
(q.e.p.d.): A ver si me pasas algún ejemplar, que me gusta leerte. Se lo
entregué en su consulta de otorrinolaringólogo, en la Corredera, y hablamos de
libros y autores. Me contó entonces que una tarde se dirigió al palacio de los
Duques de Alba (llamado ‘de la Camisona’, en Coria) para visitar a Rafael, con
quien mantenía cierta relación amistosa de juventud. Ferlosio se disponía a
arrojar a las llamas de la chimenea el manuscrito de su, entonces, última
novela, cosa que hizo, fastidiado por el acoso de los editores. A propósito de
esta anécdota, varias veces me ha aguijoneado la intención de comentarla
directamente con el propio Sánchez Ferlosio. Con frecuencia me cruzo con él en
alguna calle de Coria, o en el paseo de la Isla acompañado de Jesús Domínguez,
o sentado en la terraza de Alkarika
embebido en sus reflexiones, o charlando con Gonzalo Hidalgo. Lo saludo y me
dice, ¡Qué hay, Máximo!, pero no me decido a
preguntarle por la quema de su manuscrito. (Máximo era el nombre de mi padre,
peluquero que le arreglaba el pelo, así como a su padre, don Rafael Sánchez
Mazas durante las estancias en Coria).
Vuelvo al principio. Si Javier Marías ha sentido tentaciones
de arrojar al fuego su última novela; si Rafael Sánchez Ferlosio arrojó, en
cierta ocasión, su manuscrito al fuego;
si estos espléndidos escritores, inscritos ahora mismo entre los mejores de las
letras españolas, con reconocimiento general y unánime de
lectores y crítica, si estos autores, ya digo, se consideran como gota de agua
en el océano de la publicación (Marías), o con la tímida humildad personal que lo desenfatiza
(Ferlosio), a ver qué hacemos los que escribimos de vez en cuando cuatro cosas
deslavazadas y, estas sí, probablemente prescindibles.
Así que una especie de depresión literaria me ataca las
meninges cuando observo las ingentes cantidades de escritores (?) que he visto en
Internet, escritores (?) exultantes, pagados de sí mismos, descubridores de mediterráneos
narrativos o poéticos, para qué se me ocurriría entrar en la dirección web
hallada, una de esas que pululan a cientos por los portales internáuticos
dedicadas a la cosa literaria: cientos, miles de escritores, tropecientos
escritores, poetas, novelistas, ensayistas, cuentistas de todo el mundo (sobre
todo poetas, qué bárbaro, y cuentistas), buscadores incansables del tesoro que
sustenta la raíz del éxito. Resulta sorprendente la cantidad de gente que se
dedica a escribir: jubilados, amas de casa, honestos funcionarios, empleados de
banca, músicos callejeros y hasta despreocupados y mangantes... Ahora, eso sí,
los que más inciden en el hecho escribidor son los jóvenes y los enterados (de
pueblo). Se entiende que a un joven (se me hace difícil el femenino jóvena,
pero lo tengo en cuenta) lo posea el apetecible anhelo de la escritura y
acaricie sueños de celebridad y editoriales. Pero un enterado “que no ha
escrito ni una línea” en su trabajadora vida venga, a estas alturas de la
maduración, a autodefinirse como escritor porque lee sus alucinaciones
romanceadas en la fiesta del Libro, no deja de aparecer como una pretensión
extrema. Tal vez yo sea capaz de mirar el nivel de aceite del cárter de mi
coche e incluso de hurgar en el carburador si el caso lo requiere. Tal vez yo
sea capaz de adquirir en cualquier carrefour unos módulos empaquetados y montar
con ellos un zapatero para colocar, obviamente, los zapatos en un rincón de la
cochera. Tal vez yo sea capaz de arreglar un enchufe e incluso de desmontar el
halógeno de la lámpara del salón, que acaba de fundirse. En ningún caso, sin
embargo, se me ocurrirá afirmar a causa de dichas capacidades que soy mecánico,
electricista o carpintero. Mucho menos, de fina carpintería.
La enseñanza literaria era fundamental en programas y métodos
al finalizar el Imperio romano. Prisciano, profesor en Bizancio durante 27
años, compuso su Praeexercitamina para mostrar a sus discípulos cómo
habían de componer un relato o una fábula, variar las figuras retóricas o
desarrollar un tema siguiendo reglas determinadas. Ahora cualquier
chichirimundi, desconocedor de reglas y de técnicas, se cree un Garcilaso
surgido de alguna O. T. literaria.
(Acotación: este artículo fue publicado en HOY en septiembre de 2002. Jesús Domínguez me dijo unos días después que, hablando con Ferlosio sobre el tema, Rafael le comentó que jamás se le había ocurrido lanzar al fuego ninguno de sus escritos).
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