viernes, 16 de febrero de 2018

SOBRE LA OPINIÓN



Hace pocos días, una persona me comentaba que La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, era una obra reiterativa y cansina, algo así como un pretexto para la descripción pormenorizada de su iniciación sexual. Le respondí que en una novela no es determinante el tema sino el tratamiento literario que se dé al tema. No nos poníamos de acuerdo. Argumenté entonces que el propio Vargas Llosa afirma que la prosa de Cabrera Infante «es una de las creaciones más personales e insólitas de nuestra lengua» y que Juan Goytisolo lo ensalza deslumbrantemente con motivo del Premio Cervantes que en 1988 se concedió al autor cubano. Todas las opiniones son respetables, dijo, pero la mía no coincide con la de esos señores. Me quedé confuso y cortado, porque la respetabilidad de una opinión depende de la categoría de quien la emite en el asunto en que la emite, así que la opinión de Vargas Llosa acerca de un asunto literario me parece respetabilísima, cosa que no ocurre si quien opina acerca del mismo asunto carece de la entidad suficiente como  para emitir tal opinión. Algo parecido me ocurrió con la última obra de Dulce Chacón, La voz dormida, criticada desfavorablemente, desde el punto de vista de la estructura narrativa, por J.M. Pozuelo Yvancos en el Cultural de ABC, crítica no admitida por mi amigo para quien el tema de la novela es espléndido, aunque no lo sea su estructura. «Además, a mí me gusta. Y mi opinión vale tanto como la de ese crítico», me dijo.
Todas las opiniones son respetables, dicen. No lo creo. No sé de dónde ha salido la parida refranera, más gnómica que popular, de que todas las opiniones son respetables. Y se mantiene el dicho con una firmeza granítica, venga o no a cuento la opinión. Hay quien expone su opinión razonadamente, utilizando argumentos apropiados que demuestran, al menos, conocimiento del hecho demostrable, y hay quien expone su opinión tozuda y tercamente, esgrimiendo argumentos tan escasamente convincentes como el ‘porque lo digo yo’ o ‘porque a mí me lo parece’ o ‘porque me gusta’. Y, curiosamente, mientras el instruido expone su opinión simplemente para razonar de alguna manera sobre un hecho cuestionable, sin la pretensión de convencer al oyente, el energúmeno desavisado y cenutrio expone la suya desprovista de fundamentos de razón, como si en ello le fuera la vida, hasta el punto de que considera como enemigo a quien no se la acepta o se la rectifica. Desconocen estos opinadores el aforismo del sahadi persa, ese que afirma que quien expone su opinión sin que se la pidan lo único que expone es su propia imbecilidad. Para mí que el personal anda muy confundido en esto de la opinión. Contribuyen a abundar en esta desorientación opinadora determinados canales de Internet que piden la opinión indiscriminada del personal sobre cualquier clase de asuntos, aun los no considerados como importantes por la mayoría ciudadana. Y no estoy de acuerdo en eso de que todas las opiniones son respetables. Hay que respetar la opinión del técnico o del entendido en la materia sobre la que se opina. Pero ¿por qué tengo yo que respetar la opinión de un tipo que expele ventosidades opinantes sin venir a cuento? 
Se ha generalizado un concepto perverso de democracia que defiende que las opiniones de todos sobre cualquier cosa son equiparables, dice José Antonio Marina. Así que se vayan a tomar por donde puedan los que afirman que todas las opiniones son respetables. Ni hablar. Respeto la opinión de alguien que por sus méritos o por su reconocimiento universal, o por su dominio de un tema (sea científico, mecánico, fontanero o albañil) puede mostrar una opinión enriquecedora. Pero no admito como respetable la opinión del gilipollas que no sabe de la misa la media acerca de un tema y se pone a opinar de él como si repartiera patentes de calidad. Que se la respete el memo de turno que lo escucha o que le toca escucharlo. Tanta opinión respetable. (Pues tampoco la mía, listo).

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