Soy consciente de que piso un terreno resbaladizo, pero si uno
de los signos del progreso consiste en la educación cívica dime cómo y en qué
se educa hoy. La palabra educación aletea sobre las cabezas con ese
estado de levitación permanente que sólo poseen las abstracciones inútiles.
Libros, revistas, boletines, folletos informativos y currículos constituyen
campo propicio para su siembra y expansión. Ambiciosa e inmisericorde la
palabra educación y su vanidosa e insaciable familia léxica nos ahoga
como esa serpiente vengadora que estrangula el retorcido cuerpo de Laocoonte.
Quizá también nosotros hayamos profanado las palabras. Instituto de Educación,
Educación Secundaria, sistemas Educativos, itinerarios Educacionales, Educación
para la salud, psicología Educativa, Educación para la paz, sectores
Educativos, Educación sexual, sociología Educativa, marco Educacional,
Educación vial, patrimonio Educativo, Educación para la vida adulta,
sensibilización e implicación Educativa... Palabras y palabras y palabras. Las
frases quedan reducidas a la ceniza de las grandes palabras, a una utopía que
no tendría por qué serlo si la constante agresión a las paredes, al mobiliario,
a las personas, a la cultura y a las ideas pudiera erradicarse. Pero la
agresión no se erradica. Por el contrario, permanece viva, se desarrolla e
intensifica con esa presencia constante con que los gusanos germinan dentro de
un cadáver...
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
viernes, 30 de septiembre de 2016
miércoles, 28 de septiembre de 2016
¿JUSTICIA O JUECES?
Algunos filósofos aseguran que Bolzano es uno de los pensadores más
originales e independientes del siglo XIX. Se asentó en la filosofía de la
objetividad y no tragó ruedas de molino echadas a rodar por Kant, Fichte, Schelling
o Hegel. Dedicado a pensar, pensó: ¿No los entendía por propia incapacidad o
porque ellos, los filósofos, no filosofaban objetivamente?
Me aplico el cuento: ¿No entiendo a los jueces por sus decisiones o por
mi incapacidad para entenderlos? ¿Justicia o Jueces? Tomo unas líneas de
Leibniz: «La Justicia
no depende, en manera alguna, de las caprichosas leyes del gobernante». O sea,
que en el siglo XVII ya se cocían habas como melones, porque Leibniz no se
achanta, y prosigue, «una sociedad en la que el llamado Derecho no es otra cosa
que desfogue del poder, es una sociedad de bandidos». Muy fuerte.
El gentío está hasta los mismísimos a causa de los fallos de la Justicia ¿o de los
Jueces? El diccionario de la RAE coloca 12 acepciones para expresar qué es la Justicia. Aquí me refiero a la
número 6: Poder Judicial. La
Justicia es una abstracción lógica que, como otras entidades
abstractas, carece de límites reales. Porque nadie, que yo sepa, ha visto a la
justicia (poder judicial) sentada al sol. La Justicia es un escape
para no hablar de los jueces. ¿Por qué lo llaman Justicia cuando quieren decir
Jueces? (Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo, recuerden).
La prensa actual abunda en estas ideas. El 82 % cree que se debería
imponer la cadena perpetua con revisión para delitos graves. Tenemos un código
penal desfasado y hay que actualizarlo. El
código penal es muchas veces papel mojado porque no garantiza el cumplimiento
real de las penas. Ni con la doctrina Parot. Un sistema que permite rebajar la pena
prácticamente a la mitad por trabajos o estudios realizados en la cárcel puede
parecer progresista pero no parece justo.
La cosa está que arde y el gentío quemado. En el Estado de Derecho hay
demasiados resquicios para la impunidad. (Excepto si te cazan sin carnet de
conducir).
sábado, 24 de septiembre de 2016
EL CALCETÍN DE TAPIÈS
Ningún riesgo (voy a correrlo, qué remedio) como el de afirmar,
rotundamente, casi descaradamente, la ligera, frívola, irreflexiva, maquinal y
precipitada e inculta tomadura de pelo
que, subrepticiamente, me recorre el espinazo como un escalofrío malsano,
cuando visito alguna exposición de las llamadas artísticas en las que lienzos
pintarrajeados con la ingeniosa carencia del talento, pedruscos arcillosos
amasados con la burda pretensión del ingenio y hierros retorcidos con el
descaro crematístico de los chatarreros,
pretenden traducir (introducirme en) las sinuosidades desdobladas del
inconsciente. Las bellas artes. ¡Y una mierda!
Verás.
Cuando entré en la sala de la Exposición (apabullantemente montada con esa
decoración de nuevo rico cultural, sin miedo al dispendio, con que determinadas
instituciones lanzan la casa por la ventana, conscientes de que tiran con
pólvora ajena), pensé que me había equivocado de Sala. Ollas y cazuelas que ni
el más depresivo de los lañadores callejeros se hubiera atrevido a restañar,
aparecían situadas en lugares preferentes, airosamente expuestas en sus peanas
(esas efigies diseñadas para nutrir tal vez la sorpresa de la patanería), ollas
y cazuelas, ya te digo, que ofrecían la indigencia de sus orificios oxidados a
los atónitos ojos de los visitantes, ávidos de inquietud supuestamente
cultural.
Me
acerqué a una cazuela (Objeto II,
rezaba la leyenda) dispuesto a extraer sus calidades estéticas y no había forma:
era exactamente igual a la que puedes encontrar en cualquier basurero. Yo daba
vueltas alrededor de la peana, me acercaba, me retiraba, inclinaba la cabeza a
derecha e izquierda, achicaba los ojos al modo como hacen los entendidos cuando
se obstinan en extraer como sea la aureola estética de las obras de arte. Pero
ni por esas.
Y,
aunque consciente de que el valor estético de una obra no depende
exclusivamente del tema, no, sino de su tratamiento artístico, mi falta de
talento me incapacitaba para admitir ambos compuestos. A saber:
a)
El Objeto II carecía de tema porque ya no era una cazuela: la carencia
de hondón, las abolladuras oxidadas y las arrugas metálicas habían reducido su
esencia a la subespecie de los desperdicios,
b)
El Objeto II no había sido sometido a tratamiento manipulador que lo elevase a
la categoría de obra de arte porque, a lo que parecía, conservaba la indigencia
y suciedad del basurero.
En
esto que oigo una voz junto a mi hombro.
—Genial,
simplemente genial —afirmó confidencialmente—, el Objeto II es un resumen casi
perfecto de la belleza ideal.
—En
el Critias, Platón ya hablaba de la belleza ideal— repuse mosqueado.
—Sólo
pretendía ayudarle —se disculpó.
—Ah
bueno. Vale —acepté.
Y
entonces se explayó. Como si me conociera de toda la vida, afirmaba que si uno
llegase a profundizar en la contemplación del Objeto II podría obtener una
formidable percepción del silencio, porque el Objeto II era el silencio.
No tuve más remedio que hacer una ligera reverencia a aquella especie de chatarra
ferruginosa aturdida de silencio. Insistió, además, mi desconocido tutor
artístico en que apreciase los óxidos, la fabulosa textura de los óxidos que
proporcionaban al Objeto II una
indiscutible presencia dentro de un ámbito referencialmente acústico. Lo
miré. Y la aparente seguridad de sus explicaciones contrastaba con la lenta
pero incontenible sensación de analfabetismo existencial que me atrapaba. Para
acabar de hundirme en la miseria conceptual, me rogó que apreciara las
soldaduras. Las viejas soldaduras del estaño proporcionaban un mundo
indescriptible de sombras que transportaban al Objeto II al mundo de lo
imposible, al ámbito misterioso de los sueños.
Cabizbajo,
salí de la sala de Exposiciones. En el vestíbulo, varios entendidos, supongo,
intercomunicaban emocionadamente la densidad de sus conocimientos artísticos. Y
así como los pórticos de las iglesias suelen mostrar a la veneración de los
fieles, si se tercia, algún cuadro de la Patrona o alguna imagen del Patrón, también
colgaba de la pared del vestíbulo una reproducción, a gran escala, del calcetín
de Tapiès, con su roto y todo. A su amparo, discutían los entendidos.
lunes, 5 de septiembre de 2016
DOS Y DOS NO SON CUATRO
El primer caso que se me ocurre para comentar el aserto es el de la coma.
No se trata, evidentemente, de andar con disquisiciones lingüísticas, pero la
coma tiene un poder de diferenciación semántica considerable. Fue famosa a este
respecto la ‘coma de Unamuno’, no recuerdo en qué texto, ni falta que hace. Pero
vamos, que Unamuno habló de la coma con la misma contundencia con que hablaba
de la agonía existencial. La coma incide en la diferencia que puede
establecerse entre la totalidad de un conjunto y su particularidad. No es lo
mismo decir: «Los médicos que nunca pasean están expuestos a las mismas
cardiopatías que los ciudadanos a los que recomiendan el paseo», que decir:
«Los médicos, que nunca pasean, están expuestos, etc». La ausencia de comas en
el primer entrecomillado proporciona una especificación particular en el
sentido de que sólo los médicos que no pasean están expuestos a la cardiopatía.
En cambio las comas del segundo entrecomillado explican claramente que ningún
médico pasea (totalidad), por lo que todos están expuestos a la fulminación
cardiopática. Los jubilatas que se entretienen
en la plaza de la
Solidaridad admirando la estatua del Minotauro me dicen eso,
«Los médicos nos recomiendan pasear, pero nosotros no vemos paseando a
ninguno». «Lo harán en otro momento», les digo yo, «si lo hicieran ahora no
podrían estar en el ambulatorio para atenderos». «Y un huevo», responden, «son
como los curas, que dicen y no hacen».
El segundo caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son
cuatro es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante
perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con
tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poetas infrarrealistas
mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo
Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la
experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica
Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada
de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido
presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en
1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador
Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso
antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y
meditabajo. Así me he quedado. Según asegura el profesor Víctor Farías
(«Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende
fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y
homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero,
por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en
alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a
pensar que a veces dos y dos no son cuatro.
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