Te apuesto doble contra sencillo, forastero, (que disculpe M.L.Estefanía) a que no has oído hablar del Psicopompo. No te asustes. No se trata de ningún virus mortífero de esos que aparecen de vez en cuando en África, extendidos por las diarreas mefíticas de los monos y por las perturbadoras advertencias de los científicos.
Mi vecino tampoco había oído hablar de él. Nos encontrábamos en la escalera y, a pesar del pacto de buena vecindad asentado en el mutuo respeto de los sentimientos futboleros (él madridista, yo atlético) solís decirme, pelín de guasa: Vais de culo, a ver cuando echáis al Mandzukic".
Aquella mañana, sin embargo, mostraba esa seriedad aflictiva que desencadenan los encrespamientos con la suegra, por ejemplo. Y así era. La buena señora se había empeñado en comprarse un perro. Y aunque los razonamientos de mi vecino rozaron los límites de una humildad sobresaliente y fingida, ella enarboló su poderío lenguaraz y tonante, como quien blande una espada, y hubo que soportar en casa la presencia canina.
—Háblale del psicopompo —le dije—, seguro que cuando conozca su función ultramundana deja de adorar a los perros.
—Ni hablar —contestó—. Es tan desconfiada que nutre cualquier palabra rara con asociaciones obscenas. Seguro que si le nombro al psicopompo piensa que deseo tocarle la redondez de su trasero.
Lo tranquilicé. Y, arrimándome a su oído, le solté que en las mitologías arcaicas el perro era un animal asociado a la muerte y que, con frecuencia, era en elcargado de conducir a los muertos a la otra vida, la función del psicopompo, vamos.
—De hecho —aseguré con suficiencia—, ahí tienes a Anubis o al can Cerbero, divinidades mortuorias caniformes. Sin ir más lejos, proseguí, los neoplátonicos pensaban que el perro simbolizaba la maldad del dueño que se deshacía de ella traspasándola al animal, de manera que tu suegra tiene tan mala pipa que, arrepentida, piensa desahogar sus pudrideros en la doméstica fidelidad de su caniche. Dile esto, a ver si le gafas lo del perro y lo regala.
Se lo dijo. Pero ni por esas. Al contrario, la suegra manifestó de forma contundente que era pura bondad lo que exhibía su perro, de manera que ella le había transmitido sus cualidades positivas. Por otra parte, le hizo muchísima gracia lo del psicopompo y, a renglón seguido, le creció debajo del moño un sorprendente alarde de cultería léxica que la impulsaba a utilizar la palabra cada dos por tres.
Y así, salía al atardecer por las aceras, muy ufana, a pasear al perro. Naturalmente, se cruzaba con treinta o cuarenta personas que a la misma hora también pasean a sus perros de esta guisa: los padres pasean el perro que le compraron a la niña cuando approbó 2º de ESO, los viejos pasean el perrillo de sus recuerdos, las solteras más bien provectas pasean el perrito de su desasosiego, los raperos pasean el perrazo de sus insumisiones, los amantes de los animales pasean simplemente el perro. Todos muy orgullosos, eso sí, de poder contar entre sus docilidades familiares con la doméstica afinidad de un perro.
La suegra de mi vecino estaba dotada de una capacidad de fabulación extraordinaria de modo que no se callaba ni debajo del agua y, como le había hecho gracia, según te dije, lo del psicopompo, cuando se cruzaba con una señorita que paseaba al perrito, se detenía educadamente y le decía:
—Oh, tiene usted un psicopompo monísimo—, y la señorita enrojecía.
A los padres que paseaban el perro que le compraron a la niña, etc., les espetaba:
—Buenas, tienen ustedes un psicopompo muy educado—, y los padres se soltaban de la mano.
A los raperos que paseban al perrazo casi les escupía:
—Vaya, tenéis un psicopompo desproporcionado—, y los raperos, perplejos, se miraban la entrepierna.
A los amantes de los animales simplemente les daba las buenas tardes.
La aparente dificultad de todo este embrollo reside en que el psicopompo, al menos el psicopompo que adopta zoomorfología canina, siente acuciantes necesidades fisiológicas y, cada dos por tres, mea y caga. Y es (in)digno de ver el sarpullido excrementicio que salpica las aceras, como ejemplo peligrosamente escatológico de resbalones, de patinazos y de untadas.
Y aunque el excelentísimo Ayuntamiento, en su aparente afán de proteger el bien público, notifica cada dos o tres años conminatorios avisos de multa aplicables a los dueños de psicopompos desavisados, no hay remedio. Los dueños de los perros siguen tras ellos durante los atardeceres, como si tal cosaa, atados (los dueños) al orgullo de la cadenita flexible como si persiguieran machaconamente la inconstancia vespertina.
En fin. Aquel atardecer me encontré con la suegra de mi vecino que recogía a su perro. Ella subía las escaleras, yo salía a la calle. Le sonreí con la boca cerrada y, disimuladamente, le di un taconazo al perro. Nada más pisar la acera, me corté. La ñorda apretujada y maloliente del perro de la suegra de mi vecino se adhería a la suela de mi zapato con una pertinacia constante y vengativa que me impulsaba a caminar a la pata coja, sin saber qué hacer. Justo castigo del psicopompo, creo.
Mi vecino tampoco había oído hablar de él. Nos encontrábamos en la escalera y, a pesar del pacto de buena vecindad asentado en el mutuo respeto de los sentimientos futboleros (él madridista, yo atlético) solís decirme, pelín de guasa: Vais de culo, a ver cuando echáis al Mandzukic".
Aquella mañana, sin embargo, mostraba esa seriedad aflictiva que desencadenan los encrespamientos con la suegra, por ejemplo. Y así era. La buena señora se había empeñado en comprarse un perro. Y aunque los razonamientos de mi vecino rozaron los límites de una humildad sobresaliente y fingida, ella enarboló su poderío lenguaraz y tonante, como quien blande una espada, y hubo que soportar en casa la presencia canina.
—Háblale del psicopompo —le dije—, seguro que cuando conozca su función ultramundana deja de adorar a los perros.
—Ni hablar —contestó—. Es tan desconfiada que nutre cualquier palabra rara con asociaciones obscenas. Seguro que si le nombro al psicopompo piensa que deseo tocarle la redondez de su trasero.
Lo tranquilicé. Y, arrimándome a su oído, le solté que en las mitologías arcaicas el perro era un animal asociado a la muerte y que, con frecuencia, era en elcargado de conducir a los muertos a la otra vida, la función del psicopompo, vamos.
—De hecho —aseguré con suficiencia—, ahí tienes a Anubis o al can Cerbero, divinidades mortuorias caniformes. Sin ir más lejos, proseguí, los neoplátonicos pensaban que el perro simbolizaba la maldad del dueño que se deshacía de ella traspasándola al animal, de manera que tu suegra tiene tan mala pipa que, arrepentida, piensa desahogar sus pudrideros en la doméstica fidelidad de su caniche. Dile esto, a ver si le gafas lo del perro y lo regala.
Se lo dijo. Pero ni por esas. Al contrario, la suegra manifestó de forma contundente que era pura bondad lo que exhibía su perro, de manera que ella le había transmitido sus cualidades positivas. Por otra parte, le hizo muchísima gracia lo del psicopompo y, a renglón seguido, le creció debajo del moño un sorprendente alarde de cultería léxica que la impulsaba a utilizar la palabra cada dos por tres.
Y así, salía al atardecer por las aceras, muy ufana, a pasear al perro. Naturalmente, se cruzaba con treinta o cuarenta personas que a la misma hora también pasean a sus perros de esta guisa: los padres pasean el perro que le compraron a la niña cuando approbó 2º de ESO, los viejos pasean el perrillo de sus recuerdos, las solteras más bien provectas pasean el perrito de su desasosiego, los raperos pasean el perrazo de sus insumisiones, los amantes de los animales pasean simplemente el perro. Todos muy orgullosos, eso sí, de poder contar entre sus docilidades familiares con la doméstica afinidad de un perro.
La suegra de mi vecino estaba dotada de una capacidad de fabulación extraordinaria de modo que no se callaba ni debajo del agua y, como le había hecho gracia, según te dije, lo del psicopompo, cuando se cruzaba con una señorita que paseaba al perrito, se detenía educadamente y le decía:
—Oh, tiene usted un psicopompo monísimo—, y la señorita enrojecía.
A los padres que paseaban el perro que le compraron a la niña, etc., les espetaba:
—Buenas, tienen ustedes un psicopompo muy educado—, y los padres se soltaban de la mano.
A los raperos que paseban al perrazo casi les escupía:
—Vaya, tenéis un psicopompo desproporcionado—, y los raperos, perplejos, se miraban la entrepierna.
A los amantes de los animales simplemente les daba las buenas tardes.
La aparente dificultad de todo este embrollo reside en que el psicopompo, al menos el psicopompo que adopta zoomorfología canina, siente acuciantes necesidades fisiológicas y, cada dos por tres, mea y caga. Y es (in)digno de ver el sarpullido excrementicio que salpica las aceras, como ejemplo peligrosamente escatológico de resbalones, de patinazos y de untadas.
Y aunque el excelentísimo Ayuntamiento, en su aparente afán de proteger el bien público, notifica cada dos o tres años conminatorios avisos de multa aplicables a los dueños de psicopompos desavisados, no hay remedio. Los dueños de los perros siguen tras ellos durante los atardeceres, como si tal cosaa, atados (los dueños) al orgullo de la cadenita flexible como si persiguieran machaconamente la inconstancia vespertina.
En fin. Aquel atardecer me encontré con la suegra de mi vecino que recogía a su perro. Ella subía las escaleras, yo salía a la calle. Le sonreí con la boca cerrada y, disimuladamente, le di un taconazo al perro. Nada más pisar la acera, me corté. La ñorda apretujada y maloliente del perro de la suegra de mi vecino se adhería a la suela de mi zapato con una pertinacia constante y vengativa que me impulsaba a caminar a la pata coja, sin saber qué hacer. Justo castigo del psicopompo, creo.