miércoles, 5 de junio de 2013

ANTONIO MUÑOZ MOLINA Y SU BARBA

Si hay algo que no me gusta de Muñoz Molina, entre otras cosas, es su barba. Una barba que supongo limpia, por Dios, pero que le da un aspecto de clochard que, a mi parecer, no le corresponde. Un hombre de letras como él (no le gusta que lo llamen intelectual, y lo es) debería presentar un semblante menos cerrado, más en consonancia con el aleteo de las palabras. Y mira que las conoce bien. Y las domina. Y las doma para que se alineen en la frase exacta. Menos mal que la inteligencia de su mirada equilibra el desencaje de la barba. Porque no a todo el mundo le cae bien la barba. Cuando en 1988 leí El invierno en Lisboa, yo regresaba de la capital portuguesa. Aquella historia de amor, fatalidad y deseo se incrustó en mis recuerdos y me hirió, en el sentido literario. Desde entonces, he seguido la trayectoria de Muñoz Molina y leído todo cuanto ha escrito, si puede admitirse la hipérbole expresiva. Novela, ensayo y artículos de prensa me han nutrido. Me alegro, pues, de que le hayan concedido el Príncipe de Asturias de las Letras. Es algo así como si uno hubiera acertado en la elección de autor. Pero, por favor, que se afeite esa barba de bandolero decimonónico de Sierra Morena.

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