lunes, 5 de marzo de 2018

¿QUÉ HACER SIN EL CAFÉ?



Café, copa y puro. Constituían la tríada perfecta. Componían la santísima trinidad de los acontecimientos familiares, pongamos bodas, bautizos y cumpleaños. Establecían la tricromía visual de los anuncios taurinos. Formaban el nacimiento trillizo de la amistad y de la relación socialmente afectuosa. Pues nada. El puro ha pasado a mejor vida: quien lleva un puro en la boca es como si llevase descaradamente la manifestación indecorosa del cáncer. La copa está pasando a mejor vida, porque la vida de los bares de copas supone, en opinión de los íntegros, un reducto de degeneración y francachela en el que se alcanza, si acaso, la posesión de la desventura, abstracción quiróptera que aletea a las cinco de la madrugada. Es preferible copearse en círculos amistosos y domiciliarios.
También quieren quedarnos sin café. Los vigilantes de la playa mundial se han vestido de largo, el largo del luto y de la melancolía, y aseguran que el café es muy peligroso porque crea adicción. Estos dietéticos del Reino Unido no paran. No dicen nada del té, tan apropiado para la ceremonia y la narrativa, sobre todo si se trata del té de las cinco. Pero quieren cargarse el café. ¿Qué va a hacer el personal trabajador y administrativo si le privan del café? ¿A dónde dirigir sus pasos entre nueve y once de la mañana si dan la escapadita al bar y encuentran sellada la máquina del café? El personal clínico y sanitario, médicos y médicas, enfermeras y enfermeros, auxiliares y celadores y celadoras, ¿qué harán cuando llegue el día infausto en que no puedan exprimir una gota de las cafeteras comunes, tan familiares en los reservados de los pasillos hospitalarios? El café crea adicción. Peligrosísimo. Esos científicos que de vez en cuando asoman la cabeza entre las páginas de revistas especializadas, aseguran que el café puede llegar a convertir a cualquiera en un ser digno de lástima, consumido por la cafeína, aletargado en un centro de rehabilitación para toxicómanos.
La vida se volverá triste y vacía sin la emergencia eufórica del café. Sin el café, los gobernantes se dedicarán a mandar (actividad completamente distinta a la de gobernar) y a encargar encuestas de adicción. Estoy seguro de que todos los adictos a la telefonía móvil (verdadera adicción contra la que nadie se mete, miles, millones de aparatitos móviles que generan miles, millones de euros diarios, bravo, que el gentío se aficione a los mensajes de móvil, que el personal se convierta en toxicómano, ya lo es, de tonos, de superbromas, de buzones, de nombrescolor, de besos, de graffitis, de estrellas de la fama, de logoligas, de regalosdp siete, de sonoclips, de poemas de amor y de corazones multicoloreados, una enjundiosa drogadicción al ocio movil), estoy seguro, te decía, de que los adictos a la telefonía móvil no lo serían si disfrutasen charlando alrededor de una taza de café. Pero los gobernantes no consideran peligroso el enganche al móvil porque esta adicción no genera gastos a la seguridad social. Al contrario, genera millones de ingresos a las grandes compañías, lo que hace que suba el PIB y se extienda la apariencia de que todo va bien. Sin embargo, el móvil no tiene sabor. Tiene sonido y color, pero carece de olor y, sobre todo, de sabor. Los estudiosos de la alimentación aseguran que en este siglo habrá a nuestra disposición en torno a 250 sabores que, aunque desconocidos previamente, podrían formar parte de nuestra dieta. Puede que sea así, nunca se sabe. Pero por mucho que aparezca el AMP (adenosina monofosfato), bloqueante de los sabores amargos, jamás el paladar humano podrá olvidar el regusto acibarado del café. Los medios de comunicación aseguran que la vivienda nueva ha subido un 19 por ciento, la mayor alza en 15 años. Sin embargo esa subida no es tan importante como la adicción al café, porque el Gobierno, tan ciego de consumo y de hipotecas, prefiere un fácil y engañoso bienestar económico al bienestar fisiológico del café.  Probablemente Andrés Trapiello saborea una taza de café cuando duda, se sumerge en el recelo y la desconfianza ante «determinadas novedades literarias o artísticas de moda, la última mierda comprada con dinero público para un museo, el último montaje ‘deconstruido’ de una ópera de Mozart o la vitola de ciertos éxitos de ‘prestige’ literarios».
¿Qué vamos a hacer sin la olorosa esencia del café? Nuestros hijos, nuestros nietos quedarán reducidos a fría sustancia cibernética, aterida de hombre cerebral y riguroso. Si 100 attosegundos durasen lo mismo que un segundo, un minuto equivaldría a 14.000 millones de años, la edad calculada para el universo. Refocilaciones así constituirán el aséptico sustituto del café dentro de 40 años. No somos nadie.

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