Hace pocos días, una persona me comentaba que La Habana
para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, era una obra
reiterativa y cansina, algo así como un pretexto para la descripción
pormenorizada de su iniciación sexual. Le respondí que en una novela no es
determinante el tema sino el tratamiento literario que se dé al tema. No nos
poníamos de acuerdo. Argumenté entonces que el propio Vargas Llosa afirma que
la prosa de Cabrera Infante «es una de las creaciones más personales e
insólitas de nuestra lengua» y que Juan Goytisolo lo ensalza deslumbrantemente
con motivo del Premio Cervantes que en 1988 se concedió al autor cubano. Todas
las opiniones son respetables, dijo, pero la mía no coincide con la de esos
señores. Me quedé confuso y cortado, porque la respetabilidad de una opinión
depende de la categoría de quien la emite en el asunto en que la emite, así que
la opinión de Vargas Llosa acerca de un asunto literario me parece
respetabilísima, cosa que no ocurre si quien opina acerca del mismo asunto
carece de la entidad suficiente como
para emitir tal opinión. Algo parecido me ocurrió con la última obra de
Dulce Chacón, La voz dormida, criticada desfavorablemente, desde el
punto de vista de la estructura narrativa, por J.M. Pozuelo Yvancos en el
Cultural de ABC, crítica no admitida por mi amigo para quien el tema de la
novela es espléndido, aunque no lo sea su estructura. «Además, a mí me gusta. Y
mi opinión vale tanto como la de ese crítico», me dijo.
Todas las opiniones son respetables, dicen. No lo creo. No sé
de dónde ha salido la parida refranera, más gnómica que popular, de que todas
las opiniones son respetables. Y se mantiene el dicho con una firmeza
granítica, venga o no a cuento la opinión. Hay quien expone su opinión
razonadamente, utilizando argumentos apropiados que demuestran, al menos,
conocimiento del hecho demostrable, y hay quien expone su opinión tozuda y
tercamente, esgrimiendo argumentos tan escasamente convincentes como el ‘porque
lo digo yo’ o ‘porque a mí me lo parece’ o ‘porque me gusta’. Y, curiosamente,
mientras el instruido expone su opinión simplemente para razonar de alguna
manera sobre un hecho cuestionable, sin la pretensión de convencer al oyente,
el energúmeno desavisado y cenutrio expone la suya desprovista de fundamentos
de razón, como si en ello le fuera la vida, hasta el punto de que considera
como enemigo a quien no se la acepta o se la rectifica. Desconocen estos
opinadores el aforismo del sahadi persa, ese que afirma que quien expone
su opinión sin que se la pidan lo único que expone es su propia imbecilidad.
Para mí que el personal anda muy confundido en esto de la opinión. Contribuyen
a abundar en esta desorientación opinadora determinados canales de Internet que
piden la opinión indiscriminada del personal sobre cualquier clase de asuntos,
aun los no considerados como importantes por la mayoría ciudadana. Y no estoy de acuerdo en eso de
que todas las opiniones son respetables. Hay que respetar la opinión del
técnico o del entendido en la materia sobre la que se opina. Pero ¿por qué tengo yo que
respetar la opinión de un tipo que expele ventosidades opinantes sin venir a
cuento?
Se ha generalizado un concepto perverso de democracia que defiende que las
opiniones de todos sobre cualquier cosa son equiparables, dice José Antonio
Marina. Así que se vayan a tomar por donde puedan los que afirman que todas las
opiniones son respetables. Ni hablar. Respeto la opinión de alguien que por sus
méritos o por su reconocimiento universal, o por su dominio de un tema (sea
científico, mecánico, fontanero o albañil) puede mostrar una opinión
enriquecedora. Pero no admito como respetable la opinión del gilipollas que no
sabe de la misa la media acerca de un tema y se pone a opinar de él como si
repartiera patentes de calidad. Que se la respete el memo de turno que lo
escucha o que le toca escucharlo. Tanta opinión respetable. (Pues tampoco la
mía, listo).