martes, 31 de enero de 2017

LA COSA DE ESCRIBIR

Desde que leí lo de Javier Marías ando cabizbajo. «Imprenta o fuego», decía él. Se refería al hecho dificultoso de la escritura, aun teniendo facilidad e imaginación para escribir, y a la minuciosidad y trabajo que conlleva el acto de crear una novela, corregirla, depurarla, dotarla de naturaleza artística e insuflarle vida verosímil. Aun así, miles, cientos de miles de personas, gente de toda clase y condición, preparada y no preparada, culta y analfabeta, toñín y maruja, ha escrito  novelas «o ansía un día escribirlas». Asegura Javier Marías que cuando, en su momento, visitó la Feria de Francfort, tuvo «la sensación de gota de agua en el océano» que le produjo la contemplación de cientos de stands repletos de libros, catálogos en los que aparecían millones de libros. Es la sensación «de ser superfluo», la abrumada convicción de que nada va a cambiar porque yo escriba una novela. No me extraña que el autor asegure (¿o es también ficción narrativa?) que duda si arrojar al fuego la última novela que está escribiendo, o terminando de escribir, o que ya ha terminado, no recuerdo.
Si Javier Marías ha sentido tentaciones de arrojar al fuego su última novela; si este espléndido escritor, inscrito ahora mismo entre los mejores de las letras españolas, con reconocimiento general y unánime (más o menos) de lectores y crítica, si este autor, ya digo, se considera como gota de agua en el océano de la publicación, a ver qué hacemos los que escribimos de vez en cuando cuatro cosas deslavazadas y, estas sí, probablemente prescindibles.
Así que una especie de depresión literaria me ataca las meninges cuando observo en Internet a cientos, miles de escritores, tropecientos escritores, poetas, novelistas, ensayistas, cuentistas de todo el mundo (sobre todo poetas, qué bárbaro, y cuentistas), buscadores incansables del tesoro que sustenta la raíz del éxito. Resulta sorprendente la cantidad de gente que se dedica a escribir: jubilados, amas de casa, honestos funcionarios, empleados de banca, músicos callejeros y hasta despreocupados y mangantes... Se entiende que a un joven (se me hace difícil el femenino jóvena, pero lo tengo en cuenta) lo posea el apetecible anhelo de la escritura y acaricie sueños de celebridad y editoriales. Pero un enterado “que no ha escrito ni una línea” en su trabajadora vida venga, a estas alturas de la maduración, a autodefinirse como escritor porque lee sus alucinaciones romanceadas en la fiesta del Libro, no deja de aparecer como una pretensión extrema. Tal vez yo sea capaz de mirar el nivel de aceite del cárter de mi coche e incluso de hurgar en el carburador si el caso lo requiere. Tal vez yo sea capaz de adquirir en cualquier carrefour unos módulos empaquetados y montar con ellos un zapatero para colocar, obviamente, los zapatos en un rincón de la cochera. Tal vez yo sea capaz de arreglar un enchufe e incluso de desmontar el halógeno de la lámpara del salón, que acaba de fundirse. En ningún caso, sin embargo, se me ocurrirá afirmar a causa de dichas capacidades que soy mecánico, electricista o carpintero. Mucho menos, de fina carpintería.
La enseñanza literaria era fundamental en programas y métodos al finalizar el Imperio romano. Prisciano, profesor en Bizancio durante 27 años, compuso su Praeexercitamina para mostrar a sus discípulos cómo habían de componer un relato o una fábula, variar las figuras retóricas o desarrollar un tema siguiendo reglas determinadas. Ahora cualquier chichirimundi, desconocedor de reglas y de técnicas, se cree un Vargas Llosa.







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