martes, 22 de noviembre de 2016

EL PLEONASMO DE LA MEDITACIÓN ESPIRITUAL

Meditación espiritual. Estos (norte)americanos son capaces de practicar el surfing con papel de estraza. Ahora nos salen con los beneficios de la meditación espiritual. Jo, tío, es el descubrimiento del mediterráneo interior. Meditación espiritual versus meditación secular. Lo ha conseguido un equipo de la universidad de Ohio, la Bowling Green State University. (Que viene a ser algo así como la Universidad Estatal de Campo de Bolos. ¿Será un bolo la cosa de la meditación espiritual?). Resulta que el equipo investigador ha descubierto que «la meditación espiritual es más relajante y eficaz contra el dolor que la secular». La contraposición es adecuada si, según entiendo, la noticia atribuye a la meditación espiritual el hecho de pensar en Dios y sus divinos misterios y, por el contrario, a la meditación secular el pensamiento que gira alrededor de uno mismo. Saben ustedes, esas frases sacadas de los florilegios norteamericanos (Selecciones del Reader’s Digest, por ejemplo) para estimular la  autoestima: estoy contento, soy feliz, la vida es bella, benefíciese del cepillo dental, a la ancianidad sin el tabaco, media hora de footing diario…
Se medita en el amor que Dios ha manifestado a los hombres, en las verdades teológicas, en los frutos salvíficos de la redención o en la salvación del alma. Pero no sé hasta qué punto es apropiado meditar en una demostración matemática. En el teorema de Pitágoras se piensa, o se discurre. Pero no se medita. A no ser que la sensibilidad teórica se mantenga tan a flor de piel que el solo pensamiento de la proposición científica susceptible de ser demostrada haga saltar las lágrimas al enamorado de los axiomas. No es raro. Yo conocí en Salamanca a un padre jesuita, profesor de griego clásico, que lloraba cada vez que recitaba de memoria los pasmosos y épicos versos de Homero que narran la cólera de Aquiles. Pero vamos, no es el caso. Aquí de lo que se trata es de que la meditación espiritual, esa que utiliza las frases de «Dios es amor» o «Dios es paz» o «Dios te ama», repetidas una y otra vez en el turbio interior de la conciencia, resultan relajantes e incluso eficaces contra el dolor físico o moral, contra la ansiedad y el estrés. Cosa que no consigue la ‘meditación secular’ (estoy contento, soy feliz, el Madrid es el mejor equipo del mundo, cosas así).
Que la meditación espiritual  produce beneficios psicológicos es cosa sabida desde antiguo. Las personas de vida contemplativa adquieren la paz interior porque “creen” en los efectos de la meditación. El creyente busca, con la aceptación (fe) de una realidad trascendente, la interpretación de la realidad circundante. El problema del dolor, de la injusticia, del sufrimiento de los inocentes, del mal, encuentra así una interpretación que tranquiliza y sosiega. Ese es el fruto de la meditación espiritual. Otros buscan la interpretación tranquilizadora de la realidad en el budismo o en otras filosofías de la vida. Y también encuentran sosiego. Como las monjitas con sus rezos letánicos. Paz y tranquilidad.


Y puesto ya en plan de didactismo benefactor, prefiero cien veces la frase-ejemplo de meditación espiritual «Dios es amor», tan vacía de contenido según muchos, a la estupidez televisiva de Eva Noche: «La vida es un pedo que suena por dos y huele por tres», ejemplo apodíctico de meditación secular. Aunque puede que haya alguien (muchos) a quien tranquilice la roña escatológica de la ordinariez. Que le aproveche.

sábado, 19 de noviembre de 2016

MORALINA SOBRE LA CALIDAD

Hay veces en que la calidad se aplica a entidades reales y adquiere, en estos casos, difusos límites concretos que proporcionan algunos  parámetros (?) de identificación. Y así, marujonas y culebroneras otorgan el voto de aceptabilidad cualitativa al producto que aparece magnificado en el bodrio de la publicidad televisiva, de manera que cuanto más les zurran la badana con el anuncio, mayor calidad otorgan al producto. Y así, culimajos y repeinados difunden orgullosamente su criterio de verificación de la calidad a través de los «kilos» que se han gastado en la adquisición del coche: a más kilos, más orgullo cualitativo («common rail», EDC y todo eso). Y así, yo mismo. Voy y me compro unos zapatos, por ejemplo. Y resulta que los ciento siete euros escuecen menos si el producto es de calidad: dispone de piso cosido a mano en lugar de aparecer pegado a presión.
La dificultad, insisto, radica en afirmar criterios para reconocer la calidad aplicable a las abstracciones, como el arte, la literatura, la enseñanza.
Por todas partes se alzan voces exigiendo una enseñanza de calidad. Sería maravilloso conseguirlo. Pocas voces, sin embargo, exponen de forma imparcial ( y lúcida) en qué consiste la calidad en la enseñanza. Si acudes a cualquier foro docente, apreciarás maravillado que existen tantas opiniones sobre la calidad de la enseñanza como asistentes al acto, y aún más, porque algunos emiten opiniones diferentes según hablen al principio o al final. Y así, los enchaquetados, e incluso encorbatados, afirmarán con contundencia que la disciplina y la vuelta a los conocimientos de siempre constituyen la base imprescindible para desarrollar una enseñanza de calidad. Los enjerseizados y entrencados, por el contrario, afirmarán con solvencia que la tecnología, los ordenadores y las conexiones a Internet definen los itinerarios educacionales actuales, y no otros. Los barbudos y encoletados expondrán con displicencia que solamente el progreso y sus referentes finiseculares pueden capacitar una enseñanza de calidad dentro de un acuerdo marco docente y pluralista. En fin, alguien habrá que, empecinado en su peculiar concepto de la calidad, alabe el uso de material específico en el que sobreabunden diapositivas de penes, vulvas, pubis y cavidades vaginales, como si la idea cultural del progreso estuviera irremisiblemente ligada a las pelambreras de las ingles y de los sobacos o a las dimensiones y hechuras de las diferencias heterosexuales.
Y aunque algún lector más simpático que conspicuo piense que yo solo expongo hechos y no aporto soluciones, ahí queda esta moralina sobre la calidad educativa para su estudio.

sábado, 12 de noviembre de 2016

EL TIEMPO ES UNA LICUADORA QUE NOS DESINTEGRA



Ontología de la existencia. Gracias al tiempo estamos en el mundo. Ser-en-el-mundo interpretado como existencia, ya lo dijo Heidegger. Estamos tan acostumbrados al tiempo que no se nos ocurre pensar en el problema que el tiempo supone. Lo relacionamos con un antes y un después, un pasado y un futuro, cuando en realidad la unidad de medida del tiempo es el ‘ahora’, el instante inmediato. «Es algo misterioso, porque por una parte divide el tiempo en pasado y presente y por otra los une de nuevo. Por la división surge la diversidad del tiempo y, por la unión en el ahora, su diversidad», afirma Hirschberger. Vivimos, pues, en medio de una ficción que nos hacer ser sin ser, porque nuestro presente está variando constantemente. Cada nanosegundo ya no somos lo que somos porque nuestro ser acaba de caer en el pasado y tomamos del futuro otra mínima fracción de tiempo que, a su vez, cae instantáneamente en el pasado. Tal vez el ser humano no sepa si podría deshacer esos lazos que le surcan la frente, los barrotes de esa cárcel sin puerta que es el tiempo, tierra humilde que aprisiona sus ojos, que lo hace mendigo de si mismo: un mendigo algo extraño, limpio, afeitado, siempre sin harapos, mendigando la luz en cada tarde que es la tarde del tiempo. Tal vez el ser humano se agarre desesperadamente a esa luminosa penumbra temporal surgida de todos los instantes, infinitos ahoras que constituyen la inmaterialidad de percepciones arrancadas al goce o al pretexto de eludir la azarosa sintonía entre vida, placer, dolor o muerte. El tiempo sigue cabalgando impertérrito por páramos helados, por heladas estepas, por ardientes, resecos, tostados arenales, por las avenidas de las ciudades, por las calles de los pueblos, dando la vuelta al mundo, riéndose del hombre porque la eternidad o lo que sea se acerca, y se acerca la muerte de ese tiempo que nosotros medimos. A su vez, los científicos intentan dar la vuelta por la red del espacio o descomunicarse de la vida futura con inventos o bombas o cremas para el cutis. Por otra parte, se tiene muy en cuenta la Historia como un gran depósito de acontecimientos temporales, pero la Historia se cobija en la oquedad del tiempo que masca, engulle y se alimenta sólo de la filosofía de la historia. Presente propiamente no hay porque a nuestras espaldas, como una inmensa chepa de siglos, va el pretérito de todos esos verbos que se sabe la vida. Y, delante, el futuro con un río en los huesos, con un mar en los huesos de (des)ilusión y (des)esperanza. Si se piensa en el pasado, el personal no tiene más remedio que considerar si era un concepto erróneo o era una falsa alarma, si era un placer momentáneo o era una idea de acero. Era. Tiempo pasado. Pretérito imperfecto del verbo ser. Ahora, ahora que es presente, ahora que es lo exacto,  lo concreto, ahora no hay nada; mejor dicho, hay todo: ahora es la duda y el temor taladrando.
La historia del tiempo es una historia un poco idiota. Desde los primeros tiempos, el hombre se empeñó en atraparlo. Primero, lo encerró en los conos monótonos de relojes de arena. Después, en las agujas, la esfera, el mecanismo de relojes con muelles, manecillas y ruedas dentadas. Finalmente, en modernos cronómetros digitales con esfera de cuarzo transparente. Pero el tiempo no se amolda a las normas humanas ni hace vida tras la exactitud de un reloj. Él vuela fino y libre y avanza, avanza siempre. Oí decir que el tiempo es como un navegante que ha nacido en el palo mayor del infinito y ahí duerme, destilando su jugo gota a gota hasta que llegue el día en que tal vez pueda secarse. Luego quizás se vuelva eterno, si es que no se mueve con movimiento uniforme y rectilíneo. En fin, el tiempo es un recurso válido para fundamentar nuestra accidentalidad porque nos agarramos a él como a un clavo ardiendo y, además, nos enjuaga dulcemente la boca cuando pensamos mucho qué fuimos o seremos.



domingo, 6 de noviembre de 2016

El progreso es una idea manipulada

¡Qué bien queda hablar de progreso! Y hasta hay quien se considera culto, importante y muy actualizado porque arroja la palabra «progreso» como un arma cortante en su defensa personal. Sin embargo, la idea del progreso es vieja. Tan vieja como las ideas. Cuando decimos que las ideas gobiernan el mundo o que ejercen un poder decisivo en la Historia, pensamos generalmente en dos grupos de ideas:  el primer grupo reúne aquellas ideas cuya realización depende de la voluntad humana, como la libertad, la tolerancia o la igualdad de oportunidades, por ejemplo. A lo largo de los tiempos, estas ideas han sido (y son) objeto de aprobación o de rechazo según se consideren buenas o malas (útiles o inútiles para colmar las aspiraciones humanas), y no por ser verdaderas o falsas. El segundo grupo de ideas puede tener importancia en la determinación de la conducta humana y, sin embargo, no dependen de la voluntad del hombre. Son ideas referentes a los misterios de la vida, el Destino, la Providencia, la inmortalidad personal. Estas ideas pueden actuar de manera importante sobre las formas de desarrollo social y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino porque se las supone verdaderas o falsas. Los regímenes absolutistas y dictatoriales siempre han gobernado manipulando el ventilador ideológico a través de ideas supuestamente verdaderas para imponerlas, o falsas para rechazarlas, aunque su veracidad o falsedad fuese impuesta por decreto. Los gobiernos democráticos (ojo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo, tampoco es oro, ni siquiera plata, ni siquiera bronce ¿latón, quizá? todo lo que reluce en democracia) los gobiernos democráticos, decía, difunden su calendario ideológico a través de ideas supuestamente útiles o inútiles para conseguir el bienestar social, sin plantearse el hecho de que sean verdaderas o falsas. Y se hace consistir en ello el progreso.

sábado, 5 de noviembre de 2016

RELATO DEL NOMBRE RIDÍCULO

El nombre es algo así como una convención léxica asentada en las tripas de la diacronía. Y muchos gramáticos, propedeutas y gente entendida pretenden hacernos creer, más o menos, que desde antiguo el nombre es una equivalencia de la realidad nombrada. Creo que sí. Verás.
La otra mañana me adentraba yo por los peligrosos vericuetos, atestados de carritos, de un megasupermercado a la búsqueda de mis yogures preferidos. Ya se sabe que cualquier consumidor que se precie circula por entre los estantes y secciones de las grandes superficies (yo no, me reconozco inútil) con ese aire de naturalidad y autosufi­ciencia que proporciona el dominio del ámbito consumista y el convencimiento de las prerrogativas que otorga el hecho de pagar. Y así, el gentío se apresura a lo de la compra de forma desorganizada, como si las reservas se agotasen, y ni miran siquiera dónde ponen la esquina del carrito. Están en lo suyo y para eso pagan.
Yo caminaba esquivando como podía las metálicas agresiones de las esquinas de los carritos, que se empeñaban en golpear como si tal cosa mis rodillas, atolondrado por el éxtasis consumista del personal y asqueado por el sonsonete definitiva­mente insoportable y turronero de la musiquilla navideña (esa originalísima melodía que desea paz digitalizada y felicidad tontorrona a todo quisque que adquiera seiscientos cincuenta gramos de jamón cocido y una botella de tinto medianamente aceptable).
En esto que, mira por donde, una señora joven de muy buen, pero que de muy buen ver, todo hay que decirlo (gabardina abierta, falda corta, gorrito monísimo y abundante melena tipo locutora de ‘Corazón navideño’ y compañía, esas culifinas que imponen la moda y exponen las sandeces conyugales), arrastraba de la mano a su hijo de corta edad, ser indefenso y angelical que propinaba patadas a los transeúntes y encima había que sonreírle. El niño berreaba, pateaba, brincaba y hasta mordía, según pude apreciar, porque pretendía salirse con la suya y conseguir algo que la madre no quería concederle. La joven madre le aplicó una mediana colleja en el colodrillo que lo hizo enmudecer. Lo sorprendente, no obstante, consistió no en el liviano castigo materno aplicado a la insoportable insistencia infantil, sino en las palabras que pronunció la madre: «¡Cállate ya, Crístofer-Yónatan!», gritó irritada.
El paquete de yogures se escapó de mis dedos y tuve que improvisar unos arriesgados movimientos de equilibrista para recuperarlos. La duplicidad onomástica, añadida a la pronunciación decididamente indígena de los antropónimos sajones, me taponó los oídos mientras las sílabas percutían en mi interior y vibraban como pequeñas esquirlas metálicas. Oh Dios, aquella madre no se había conformado con uno, le había colocado al niño el estigma de dos horripilantes sambenitos, como si la criatura tuviera culpa de algo. Porque lo más probable era que el niño se llamase Crístofer-Yónatan Fernández, o Crístofer-Yónatan Pérez o, lo que es peor, Crístofer-Yónatan Gil. Tal vez haya sido la abuela, me dije movido a compasión, porque la joven madre de muy buen ver aparenta un estilo que no se corresponde con el desacierto onomástico. O tal vez haya sido la tía Etelvina o la prima Enriqueta, esas culebroneras que se dan en cualquier familia y que se empeñan, a toda costa, en amadrinar a los niños aplicándoles nombres característicos de los seriales televisivamente lacrimógenos.
Pase lo de la multiplicidad antroponímica del nieto del rey, porque fuma en pipa lo de Felipe Juan Froilán de Todos los Santos. Pase lo de mi primo el odontólogo que se empeñó en llamar a su hijo, desoyendo científicamente el griterío del estupor familiar, Pedro Jorge María de la Concepción Eduardo, en medio de una mezcolanza asexuada y sorprendente. Pase. Al fin y al cabo, tales nombres responden a la contundente sonoridad fonética del castellano. Pero es que lo de Crístofer-Yónatan se pasa de la raya, amigo.

Como quiera que fuese, la cosa ya no tenía remedio. Y, tal como te decía al principio, el nombre era en este caso, me parecía, una equivalencia totalmente semejante a la realidad nombrada. Porque ¿cómo iba a comportarse correctamente un niño al que llamaban Crístofer-Yónatan? Lo natural, con un nombre así, era que brincase, berrease y diera patadas. Y hasta que mordiera.