Me encontré con Severino McIntire Miranda en el Candilejas. Todavía
conservaba la rubicundez de su ascendencia irlandesa y las orejas desabrochadas.
Hacía siglos que no lo veía y nos saludamos con esa manera de estar como a medio
camino entre la efusión y la reticencia. Lo encontré más gordo pero no más
calvo; al contrario, lucía un corte de pelo informal y engominado que simulaba
el descuido de no estar peinado. Por el traje, los zapatos y el reloj, deduje que
no le iban mal las cosas. Trabaja en Barcelona para una empresa de informática
y monta blogs de todas clases para comunicar
ideas, opiniones y conocimientos. Por otra parte, muchos días sale a la calle
con su máquina reflex electrónica con medición matricial 3D, sensor de autofoco
de cinco zonas en cruz, tres modos de zona AF y funcionamiento de autofoco on Lock-On.
Yo bizqueaba un poco ante tal abundancia de datos técnicos, para mí
incomprensibles, y me preguntó si me pasaba algo en el ojo izquierdo. Le dije
que no, que qué va, que a veces me entra en él una especie de picor repentino,
sin duda nervioso, cuando mi capacidad de intelección no se encuentra preparada
para afrontar datos profusamente técnicos. El seguía en sus trece de yoísmo y
me aseguraba que era imprescindible una máquina de alta resolución electrónica
para poder salir a la calle a poner en práctica el coolhunting, lo cual que le proporcionaba unas sustanciosas
entradas en euros. Yo asentía sin saber en absoluto de qué me hablaba. Pero no fue
necesario preguntarle. Con la velocidad verbal de quien se siente marcado por
la diferencia, me dijo que salía a la calle y fotografiaba cuanto veía de
interesante, inhabitual, desinhibido y cool.
Después elaboraba un informe y lo vendía a las casas de moda para que éstas, a
su vez, marcaran las nuevas tendencias en la próxima primavera o en el salón de
otoño. Yo no salía de mi asombro y, a pesar del atontamiento que me producía su
cháchara técnica, recordé que en los tiempos universitarios, y aun después, a
Severino McIntire Miranda le había dado por escribir y leer. Leía tanto, que a
veces padecía endurecimientos musculares en el brazo, que se le encogía, y
teníamos que masajearlo para que recuperase su posición natural. En cuanto a
escribir, tenía alguna novela y algún poemario inéditos que me hacía leer en
las horas perdidas de los atardeceres. «Y de escribir, qué ¿lo dejaste?», le
pregunté. Me miró con cara de lástima, o eso me pareció. «Leer y escribir son
las ocupaciones menos rentables que pueden presentarse en tu vida», me
respondió, «menos mal que supe darme cuenta a tiempo. ¿Sabes por qué se lee tan
poco en España? Porque la gente quiere pasta, pasta fresca, cool, para el piso, el coche, las
vacaciones y los güisquis de los viernes noche. Y la lectura no da nada.». No
sé por qué en ese momento me pareció que aquel tipo había degenerado en un
pobre imbécil. Era un imbécil corrupto de eurofilia. O sea, que ponía frente a
frente el placer de la lectura y la rentabilidad económica. Pensaba el fulano que
sólo tiene valor lo que puede hacerte rico y que lo demás son idioteces de
cultura presumida. Hombre, pues tanta idiotez no será la lectura, dije, esta
semana se ha celebrado en Cáceres el I Congreso Nacional sobre la Lectura para debatir,
precisamente, su importancia e influencia en la sociedad. La persona que lee es
más libre, adquiere cientos de referentes conceptuales que lo defienden contra la
agresión diaria de la publicidad y los medios informáticos. La persona lectora
disfruta de tal manera que aumenta su autoestima porque ‘sabe’ que posee
elementos válidos para interpretar la realidad. No me hizo caso. Nos despedimos
y se fue. Pagué yo las consumiciones. Los de por aquí somos así de cumplidos.
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
martes, 24 de mayo de 2016
jueves, 12 de mayo de 2016
LA VIOLENCIA HABITA ENTRE NOSOTROS
La violencia se ha asentado entre nosotros. Más del cincuenta
por ciento de la información que diariamente recibimos a través de los diversos
medios de comunicación se refiere a la violencia. El argumento más utilizado en
la mayoría de las películas que se proyectan en las salas de cine o en las
pantallas televisivas es un argumento en el que se exalta la violencia. Las
reuniones internacionales a las que se convoca habitualmente a los políticos
consisten en ‘consensuar’ actuaciones que hagan frente a la violencia
internacional, al terrorismo o a la guerra. El ser humano anda crispado,
cabreado, frustrado. La publicidad hedonista le oferta la gloria de la
posibilidad posesiva para relegarlo luego al infierno de la realidad carencial.
Puede que un hombre maltrate a su mujer
por causas de índole psicológica e incluso por maldad. Pero también puede
ocurrir que el maltrato provenga de la comparación que el hombre establece
entre la posibilidad de la tía buenorra que ve en la pantalla y la
interiorización carencial que atribuye a la realidad diaria de su pareja. Puede
que un adolescente destroce árboles recién plantados, destruya cabinas
telefónicas o se cague en los portales de los barrios residenciales debido a un
resentimiento psicológico que lo impulsa a la violencia, pero puede que asalte
a un transeúnte o ataque a una chica porque considere la imagen violenta que ve
a diario en la pantalla televisiva como algo natural, y esta naturalidad lo
impulse a ello. La violencia, pues, se ha asentado entre nosotros y está ahí, a
la vuelta de la esquina, aposentada en el atardecer y en la impunidad de la
noche, con idéntica normalidad urbana a la que muestran los escaparates de las
tiendas o las farolas del alumbrado público aposentados en las aceras. Parece
que se han invertido los términos sociales: mandan los violentos e imponen su
ley. La globalización no es sólo una tendencia de los mercados y de las
empresas a extenderse, la globalización es también una propensión de la
violencia a invadir los confines del mundo. Porque no me refiero exclusivamente
a la violencia callejera. Me refiero también a esa violencia institucionalizada
en la que, con el pretexto de ‘salvaguardar’ las esencias de naciones
poderosas, se provoca y se impulsa la guerra para honra y prez de los Iunaitestéis
y para exultación y enriquecimiento de los grandes grupos financieros. Sólo son
fuertes los violentos.
Me resisto a creer que la violencia esté en el mundo como lo
están los árboles o los pájaros. Tampoco se trata de aludir a la cuestión
clásica, Si Deus est, unde malum?, porque ya Leibniz, con su
racionalismo optimista, se encargó de diferenciar el mal metafísico del mal
físico y del mal moral, lo cual no dejó de ser sino un esforzado fracaso
intelectual. (Blondel descubriría después este fracaso universal, con lo que se
comprueba juntamente nuestro propio fracaso). Me resisto a creer, decía, que la
violencia esté en el mundo de forma natural. Parece como si ‘alguien’, algún
cráneo privilegiado o así, hubiera redescubierto la obsesiva teoría de
Nietzsche fundamentada en la voluntad de dominio, y la hubiera lanzado a los
cuatro vientos para que el mundo entero consiga la violencia. En el segundo
aforismo de El Anticristo se dice que lo bueno es todo lo que eleva el
sentimiento de poder, la voluntad de dominio, y que lo malo es todo lo que
viene de la debilidad; se rechaza la
virtud como un escrúpulo ético y se afirma que los débiles y los fracasados
deben perecer: ese es el primer principio del amor a los hombres. «No
conformidad y resignación, sino más poder; no paz, sino guerra; no virtud, sino
destreza».
En fin, la violencia ha habitado entre nosotros, y habita,
como una divinidad demoníaca y obscena. Raro es el pueblo, el barrio, la
ciudad, la región, la nación que no le dedica una ofrenda humana para saciar
sus ansias dominadoras. Como aquellas culturas precolombinas cuyos dioses
exigían la ofrenda de una virgen para exaltar la llegada de la primavera, así
también la violencia exige la ofrenda del dolor y del luto para saciar el
apetito de la opresión internacional y el señorío callejero. La violencia, esa
turbia diosa multimilenaria e incorrupta.
jueves, 5 de mayo de 2016
LA VARA DE MEDIR
Es tan humano. Cualquier defecto (tenemos más defectos que cualidades) es
tan humano. Quizá por eso somos tan imperfectos. Perfectamente imperfectos de
tan imperfectos, donde el adverbio ‘tan’ se utiliza con valor ponderativo, una
ponderación negativa, evidentemente. Así somos: tan imperfectos. Materialismo
puro. «El hombre es lo que come», aseguró Ludwig Feuerbach probablemente
aburrido de la psicología de Hegel que sólo de nombre admitía la identidad de
cuerpo y alma, en una especie de teología solapada idealista. Si el hombre es
lo que come, ya podemos deducir en qué quedamos, porque lo que se come se
defeca. Así que dentro de una pirueta lógica, más bien ilógica, concluiríamos
que el hombre es una mierda. Forma contundente de materialismo. Así que no sé
por qué se alteran tanto ante el hecho de que el Estado pretenda la laicización
de la sociedad. La cosa viene de antiguo, al menos de la antigüedad que nos
proporciona el siglo XIX. Me permito recordarlo para tranquilidad (si puede
ser) de los idealistas. Cuando Feuerbach le presentó a Hegel su tesis doctoral,
le declaró que pretendía desmontar el dualismo de religión sobrenatural y mundo
sensible. Surgió el humanismo ateo. Un cambio fundamental de la actitud de la
filosofía ante la política y la religión. «Lo humano es lo divino», dijo. La
nueva religión sería naturalmente la política. «Hemos de ser religiosos, la
política será nuestra religión [cito siguiendo a Johannes Hirschberger], pero
ello será sólo a condición de tener en nuestra intuición alguna realidad
suprema que nos convierta la política en religión». Este ser sumo es el hombre:
homo homini deus. No es Dios ni la
religión el fundamento del Estado, sino el hombre con su insuficiencia. «No es
la fe en Dios la que ha fundado los Estados, sino la desesperanza de Dios». Y
aunque Marx escribiese después 11 tesis contra Feuerbach, tomó de él las ideas
que demolían la representación religiosa del mundo. Después vendría todo lo
demás. (Probablemente es inaceptable el rollo patatero que acabo de colocar.
Pero necesitaba echarlo fuera para que la aceptación de la vara de medir fuese
más equitativa). Evidentemente, los sectores religiosos tomaron como injuria
las obras de Feurbach y las incluyeron en el Índice. Lo que para unos era
humanismo materialista para otros era blasfemo. El conflicto se desencadenó
cuando las ideas de Marx (con un trasfondo mayor de ilustración francesa que de
filosofía alemana, aunque él mismo quisiera revestirlas con ropaje hegeliano)
se desparramaron por el mundo obrero, a raíz sobre todo del Manifiesto comunista publicado por Marx
y su colaborador Friedrich Engels en 1848. Luego llegaría el entendimiento
entre los dirigentes obreros de Francia e Inglaterra y se fundó en Londres, en
1864, la Asociación Internacional de Trabajadores (AIT), la Primera
Internacional. Lo que vino después, todos los sabemos. Cada uno llevaba el agua
a su molino según el interés material o conceptual o espiritual que lo
determinase. El capital por un lado, el proletariado por otro. El Estado por un
lado, la Iglesia por otro. Es decir, cada cual utilizaba distintas varas de
medir. Las conflagraciones a que dieron lugar estas diferentes mediciones de la
realidad (con la vara de la justicia social, con la vara de la religión, con la
vara de la intelectualidad o la filosofía, con cualquier vara) llenaron Europa de consternación y de muertos, pero no
solucionó el problema. Hoy día también utilizamos en España distintas varas de
medir: el nacionalismo, la inmigración, el consumismo, la violencia, la corrupción política, los partidos emergentes. Ojalá la
medición no desemboque en hostilidad. A mí me da miedo.
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