martes, 29 de marzo de 2016

EL CAMBIO NO ES UN INVENTO DE LOS POLÍTICOS

No se trata de descascarillar la corteza abstrusa de la filosofía ni de subirse uno a sus alturas, pero a ver, si lo que uno quiere es hablar del cambio no hay más remedio que remontarse a Heráclito para pedirle prestado el panta rei, oséase, aquello de que «todo fluye» y nada permanece en un ser fijo, es decir, que este constante fluir explicaría la auténtica esencia de las cosas o, lo que es lo mismo, que el principio (arjé) de todo estaría en el devenir, concepto que, aclimatado a las entendederas actuales escasamente proclives a la intelección, podría traducirse por «cambio». El cambio que supone el eterno retorno, puesto que no se trata de que aparezca siempre algo nuevo sino que, en una lucha de contrarios, aparezca ahora lo que desapareció antes, y al revés, si es posible la pirueta mental. También Anaxágoras pretende explicar el cambio como el extraño vuelo del ‘no hacerse’ de las cosas que viene a aterrizar en una nueva mezcla, y Aristóteles desecha el concepto estático del ser, y los epicúreos pretenden fundamentar el cambio en la substancia de la materia, siempre imperecedera, algo que no deja de comportar un riesgo tan aparentemente raro como el de aplicar el cambio a una cosa infinita y siempre existente.
Como ves, lo del cambio no es cosa que hayan inventado los políticos, (Pedro Sánchez, Pablo Iglesias) esos prohombres que sacrifican por los ciudadanos lo más florido de su tiempo y de su vida. El cambio y su circunstancia, y su necesidad apriorística, ya existía desde mucho antes de que los políticos se sacrificaran en el altar de la generosidad ciudadana. Sin embargo, la aplicación del cambio a la rutina ordinaria de la vida, prescindiendo de su conceptualización presocrática, es algo tan habitual como el cambiarse de camisa. Desde que el ‘homo erectus’ (dicho con pretensión científica y sin segundas intenciones) empezó a caminar, ese mismo día, que fue el primer día de la humanidad, empezó el cambio y su aplicación a la vida. El hombre paleolítico (que disculpen las feministas, a ver si no cómo me explico, suena raro la acepción femenina, fíjate, es casi irreverente hablar de ‘femina erecta’, o referirse a la ‘mujer paleolítica’ para lo de la caza, Javier Marías tiene un buen artículo sobre sexismo y lenguaje), el hombre paleolítico, te decía, se fue en busca de la caza y advirtió que tenía que cambiar de costumbres. Y así, empieza la industria del hueso, sin duda floreciente en aquella época a juzgar por los restos de Atapuerca, y los primeros collares de huesos fueron ofrendados a la hembra como signo de admiración y llamada, que no todo iban a ser garrotazos y tirones de pelos. El fuego constituyó el cambio más importante del paleolítico y, desde entonces, el hombre se desarrolló a toda velocidad, sin duda por el hecho tan digestivamente trascendental de comer caliente. Qué decir de alfareros y herreros neolíticos, que cambiaron el signo de los tiempos y condujeron el hombre hacia la historia con sus objetos cerámicos para el hogar y con sus lanzas y espadas para matar.
Las grandes civilizaciones surgieron por el cambio. La civilización posterior se cargaba a la anterior. Y así, los griegos se impusieron a las culturas cretense y micénica, los romanos a los griegos, los bárbaros a los romanos. Pero el cambio no se debió a las batallas, que parece que la historia está solamente tejida de lances bélicos, aunque también. El cambio fue motivado por el (re)surgir del pensamiento racional, cuando los pensadores intentaron explicar la naturaleza por ella misma, sin recurrir a causas sobrenaturales o míticas. Aparecieron los grandes movimientos culturales y los sistemas filosóficos, y el teocentrismo medieval fue sustituido por el humanismo y el renacimiento, y los grandes descubrimientos geográficos supusieron un cambio gigantesco en la concepción del mundo y de la vida, en la economía, en la gastronomía y en las costumbres. Los cambios religiosos introdujeron una amplia situación, a veces traumática, de la relación del hombre con la divinidad. El neoclasicismo y la ilustración dejan aparcada en la cuneta histórica la luz y la penumbra del barroco. La revolución francesa de 1789 supuso el cambio político y social y el fin del ‘antiguo régimen’.  Unos sistemas se superponen a otros en el siglo XIX tanto en las artes como en la literatura, tanto en la política como en la economía, tanto en la ciencia como en la técnica. Y del pasado siglo XX es mejor no hablar. Han sido tantos,  tan espectaculares y tan formidables los cambios, que es imposible comentarlos. (Aunque hay un cambio que sopla en las orejas de casi todos: el cambio de pesetas a euros). Baste señalar la aparición y desarrollo fulgurantes de la sacrosanta triple www, la probable religión tecnológica del siglo XXI, san Internet.
En fin, la trepidante aceleración del ritmo histórico hace que todo cambie a velocidad sideral, porque todo está sujeto al cambio. Se me ocurre, sin embargo, una pregunta (hay quien dice que no son preguntas lo que se me ocurre, que son patochadas, que una pregunta requiere su correspondiente respuesta, mientras que una patochada requiere su correspondiente despropósito) que me tiene instalado en una duda recelosa y desasosegante. Es esta: Si todo está sujeto a la ley (histórico-filosófica) del cambio, ¿por qué los hinchas, forofos e idólatras de la iconografía política no cambian jamás de partido, y no dan su brazo a torcer, es más, prefieren morir antes que renegar de su fe? Como los mártires.


viernes, 11 de marzo de 2016

CIEGAS HORMIGAS, ESO SOMOS

Marcan el paso los soldados en los desfiles militares. Cabeza alta, pecho erguido. Valor, hombría y Patria (en peligro de extinción por la deconstrucción sentimentalmente ideológica a que la someten algunas comunidades autónomas). Marcan el paso las modelos en los desfiles de las pasarelas, esas zancadas a trompicones antiestéticos, saltamontes engalanados por los modistos para demolición de la belleza femenina (menos mal que la voz de la sensatez ha empezado a imponerse eliminando de los ‘pases’ las fotocopias esqueléticas de rayos X). ¿Quién marca el paso, sin embargo, en la economía, los derechos humanos y el respeto a la ley? Porque el paso nos lo marcan, y bien marcado. Jamás el gentío ha sido menos libre (en contra de lo que marcan las apariencias) que lo es ahora. En épocas de ‘marcadura’ de paso forzosa, el personal no tenía más remedio que incrustar el pie en los raíles del tranvía y caminar sin tregua, ante la imposibilidad de desviarse. Lo perverso de nuestros días, rimero siniestro y diabólico, consiste en hacer creer al gentío que es libre para lanzar al aire sus propias y personales zapatetas, siendo así que ocurre exactamente al revés: el personal marca el paso que le marcan. Los problemas de los últimos diez años no sólo no se han resuelto, sino que han acentuado los tres grandes desafíos a los que se enfrentaban: una economía injusta, el desprecio a los derechos humanos y la falta de respeto a la ley. ¿Quién influye en los ciudadanos para que, como ‘ciegas hormigas’, engrosen los carriles del gasto, del consumo,  del ocio irracional, de la desvalorización, quizá de la estulticia? ¿Quién influye en los medios de comunicación para que, ‘todos a una’,  hagan creer al gentío que es libre porque se puede decir lo que se quiera (que no se puede), porque se puede hacer lo que se quiera? Ciegas hormigas. Eso somos.

martes, 8 de marzo de 2016

LA LOTERÍA ¿ILUSIÓN O DESESPERACIÓN?

 Suelo escribir mis articulejos influido por la llamada «opinión de la calle». El encuentro con conocidos, vecinos o amigos en la acera o en el bar propicia el comentario sobre temas de actualidad expandidos por la prensa o la televisión. Estos días me han comentado el hecho de la apuesta. ¿Qué incita a una persona a apostar? Porque toda apuesta supone un riesgo. Puede ser arriesgar cierta cantidad de dinero en la creencia de que algo, como un juego, tendrá tal o cual resultado. En este sentido, la mayoría de los españoles (españoles no, que está mal visto), la mayoría de los ciudadanos (mejor, suena más a república o a Revolución francesa), la mayoría de los ciudadanos arriesga su dinero en las apuestas públicas o en la Once. La quiniela futbolística saca de sus casillas a hinchas, forofos y peñistas; la lotería nacional trastorna los bolsillos de sus incondicionales, siempre esperando el maná de la suerte; la Once produce un flipe diario en viandantes y acereros que se detienen en los quioscos o en las esquinas para el aprovisionamiento de su salvación; la lotería primitiva enloquece a funcionarios y jubilatas; la euromillonaria afloja el seso soñador de hambrientos económicos: sería la rehostia, tío, veinte, veinticinco, treinta millones de euros, anda que no iba yo a dar por saco a tanto hijoputa como raja por ahí suelto. La apuesta, pues, supone un riesgo monetario que se corre gustoso porque va parejo con el sueño de cada uno. Y es de admirar esa pertinacia en el riesgo que impulsa una y otra vez al gasto a cambio de unos instantes de sueño enriquecedor. 

martes, 1 de marzo de 2016

APARIENCIA

Ya puedes irte encomendando a san Petersburgo dos veces si el conocido de toda la vida se encuentra contigo y te dice eso, Pero qué bien te veo. O lo que es quizá peor, te mira fijamente y exclama, Pero qué bien te conservas. En plan exegético, la alabanza retórica que acaban de pasarte por las narices puede significar, más o menos, que aunque estás acosado por el síndrome de la PV, es evidente, todavía no te has convertido en pingajo. Así que cuando me sueltan lo de qué bien te veo, respondo invariablemente: Eso demuestra que estás muy bien de la vista.

Y ahí reside el quid de la cuestión. Diferenciar adecuadamente entre la salud del visto (acosado por el síndrome de la PV, como ya dije) y la ilusión visual del que ve. De no establecerse esta diferenciación, pueden cometerse infinidad de errores, porque alguien puede ver una irrealidad y transmutarla equivocadamente en algo real.