Rajoy ansía no perder el poder. Pedro Sánchez desea conseguir el poder. Pablo Iglesias se despepita por apropiarse el poder. Albert Rivera anhela introducirse en el poder. Está claro que los cuatro no conceden importancia a los ciudadanos: de otra forma ya hubieran llegado a un acuerdo de investidura. Conceden más importancia al poder. A nivel nacional, el poder se especifica a través de
promesas. Sólo el que puede (el que aspira a conseguir el poder) se siente capacitado para
prometer que solucionará los problemas del gentío. Es increíble. Las promesas
de restauración política, de regeneración política, de renovación política, de desaparición de los corruptos, azotan diariamente los tejados de la ciudadanía dispersas (las promesas) en
medio de una lluvia impresa y televisualmente informativa. Cada político se ha
convertido en un arcón tesaurizado: nada más abrir la tapa, salta la promesa
echando leches, a punto de golpear el ojo de la credibilidad. Es el signo del
poder. La palabrería promisoria irrumpe lenta e ininterrumpidamente con la
pretensión de un engaño contradictorio. Todo el mundo sabe que los actuales
problemas sin solución son idénticos a los de hace cuatro años, con la
diferencia de una ucronía doméstica. Todo el mundo piensa que si antes no se
solucionaron, ahora probablemente tampoco. Sin embargo, el poder promete. El
poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que
una cosa es predicar y otra dar trigo.
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
miércoles, 24 de febrero de 2016
viernes, 12 de febrero de 2016
EL DAÑO QUE NO CESA
Es evidente que los acontecimientos en los que actualmente se mueve la
sociedad política están causando (y pueden causar) un daño enorme a la
democracia. Existe una penalización conceptual de la ciudadanía a la democracia.
Pena de daño. O lo que es lo mismo, separación y distancia, disociación,
privación. Cuando existía el infierno (lo digo porque dicen que ya no existe
puesto que no es ‘un lugar’, lo cual que no deja de ser una broma pesadísima, tantos
siglos asustando al personal para nada), se disponía en él de dos clases de
penas: pena de daño y pena de sentido. La pena de sentido consistía en achicharrarte
como pollo asado sin que el achicharramiento acabase jamás. La pena de daño
consistía en permanecer para siempre (eternidad) separado de Dios, privado de
su visión beatífica. El castigo infernal consistía, fundamentalmente en la pena
de daño, por ello los teólogos medievales, confeccionadores minuciosos de tal
doctrina, llamaron ‘damnati’ a los que iban a parar de cabeza al infierno. No
dejaba de ser una idea, aceptada como realidad. Era una interpretación del ser,
curiosamente adelantada en años a la teoría de la ciencia, de Fichte, cuando
establece la idealidad como realidad.
Tomando por los pelos el asunto del daño, ¿qué otra cosa hacen los
políticos sino condenar a los ciudadanos a la pena de daño? La sociedad va separándose de
ellos, y día vendrá en que muchos, quizá la mayoría de los ciudadanos, prefiera
el alejamiento y la privación de su presencia. La corrupción política trae de uñas al personal. Un cabreo envenenado recorre las aceras, las avenidas y la barra de los bares. La actualidad política es hoy una gigantesca corrupción: La guardia civil busca pruebas de financiación ilegal en la sede del PP; Racoy acosado por la corrupción; las 100 comidas y viajes de Rita Barberá que la Fiscalía ve irregulares; el gran pozo hediondo de las instituciones públicas valencianas; los Pujol en un entorno mafioso; Urdangarín y el caso Nóos con sus nóminas de empleados ficticios; el PP madrileño investigado también por finanzas ilegales; Jaume Matas en Baleares; los Ere's en Andalucía, el uso de las "tarjetas black" de Caja Madrid... En plan mafioso, tú. Y en este plan
por todas partes. Valiéndose de la democracia para actuar contra ella. ¿Cómo los representantes de la democracia pueden ser
antidemócratas, según se desprende de los hechos? El guirigay belicoso que
azota a los partidos políticos es un ejemplo de daño. Los ciudadanos prefieren estar separados de los políticos. Porque resulta que la
democracia, en estos casos, se convierte en un extraño sistema que no genera
demócratas.
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