Rajoy ansía no perder el poder. Pedro Sánchez desea conseguir el poder. Pablo Iglesias se despepita por apropiarse el poder. Albert Rivera anhela introducirse en el poder. Está claro que los cuatro no conceden importancia a los ciudadanos: de otra forma ya hubieran llegado a un acuerdo de investidura. Conceden más importancia al poder. A nivel nacional, el poder se especifica a través de
promesas. Sólo el que puede (el que aspira a conseguir el poder) se siente capacitado para
prometer que solucionará los problemas del gentío. Es increíble. Las promesas
de restauración política, de regeneración política, de renovación política, de desaparición de los corruptos, azotan diariamente los tejados de la ciudadanía dispersas (las promesas) en
medio de una lluvia impresa y televisualmente informativa. Cada político se ha
convertido en un arcón tesaurizado: nada más abrir la tapa, salta la promesa
echando leches, a punto de golpear el ojo de la credibilidad. Es el signo del
poder. La palabrería promisoria irrumpe lenta e ininterrumpidamente con la
pretensión de un engaño contradictorio. Todo el mundo sabe que los actuales
problemas sin solución son idénticos a los de hace cuatro años, con la
diferencia de una ucronía doméstica. Todo el mundo piensa que si antes no se
solucionaron, ahora probablemente tampoco. Sin embargo, el poder promete. El
poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que
una cosa es predicar y otra dar trigo.
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