Para empezar, ahí va una pregunta intempestiva. ¿Dispone el
hombre actual de ‘valores’? Ya sé que no resulta apropiado, desde el punto de
vista de la retórica (la praesentatio era, o algo así), empezar el
discurso con una interrogación directa. Más que nada por el sobresalto que se
ocasiona al personal, porque aún no se ha acomodado en la butaca y ya lo estás
obligando a que acometa la fastidiosa tarea de pensar. Así que voy y pregunto,
de buenas a primeras, por los valores. (En realidad me lo pregunto a mí mismo,
es mi propia pregunta, pero a ver, si uno
exterioriza las obsesiones parece que con ello se atenúan, o se
espantan, las incertidumbres).
No sé si habrá alguien que lúcidamente admita hoy, a lo que
se ve, la teoría de los valores, o la filosofía de los valores o, en fin, la
ética de los valores. No me refiero, naturalmente, al ‘moralismo’ (que pretende
hacer de lo ético la base de lo metafísico, esto ya lo explicó Kant), ni me
refiero a la ética de la utilidad, esa especie de eudemonía del interés propio
que convierte el provecho del individuo en único criterio de lo moral,
utilitarismo que por otra parte no es de ahora, ya lo desarrolló Jeremy Bentham
a principios del siglo XIX. Me refiero,
naturalmente, al concepto filosófico de ‘valor’, esa cualidad que poseen
algunas realidades del espíritu por la cual son estimables, y que son
explicadas por la ética (filosofía moral) como hechos morales, es decir,
preceptos, normas, actitudes e incluso manifestaciones de la conciencia como
patria, honor, religión o virtud. Así que volvamos a la pregunta inicial. ¿Dispone
el hombre actual de valores, o al menos dispone de ellos, o los posee, tal como
se cree que los poseía en épocas pasadas? En otros tiempos, según cuentan, los
valores constituían un patrimonio (se supone que espiritual, y al decir
espiritual me refiero a cualquier actividad que procede del espíritu) tan
importante que muchos preferían morir, o eran alentados a morir, antes que
perderlos. Se moría por la patria, se moría por Dios, se moría por la virtud,
se moría por el honor. Otra cosa es reflexionar sobre quiénes imponían esos
conceptos como valores que había que conservar y defender. Pero esto es tema
para otro día.
¿Épocas de valores sólidos? Puede ser. Pero de la misma
manera que se moría por la patria, se mataba por la patria. Dentro del conjunto
de valores, gozaba de lugar privilegiado el de ‘morir’ por la patria. Jamás se
consideró (o se disimuló, al menos) como un valor ‘matar’ por la patria. Sin
embargo, cualquier acontecimiento histórico lo demuestra. Dentro del mismo
bando unos morían por la patria, los que caían en el campo de batalla, y otros
mataban por la patria, los que cantaban la victoria. También se moría por Dios.
Los mártires, los santos, los misioneros entregaban su vida por Dios. (También
se enarbolaron banderas para matar en nombre de Dios, no creas. Y aún peor: se
mezclaron los conceptos de Dios y de Patria y se le roía el coco al personal
para que muriese/matase en nombre de ellos). No sé si serían valores sólidos,
pero la gente creía que lo eran. Había, en consecuencia, un halo de
heroico resplandor en el hecho de morir , de ‘dar la vida’ por un valor de los
que llamaban sacrosantos. Y los héroes o los santos eran venerados con esa
especie de respeto generacional que se transmitía a través de los siglos. Hoy,
sin embargo, hasta la dignidad de la muerte se ha perdido.
Ahora se han transmutado los valores. No es que se carezca de
valores. No puede la persona vivir sin valores a los que aferrarse, para
defenderse del desquiciamiento, cuando ventea el batacazo en el que ya no se
sustenta el orden de sus ideas (si es que alguna vez las ha tenido). Acontece,
sin embargo, que los valores ya no son eternos, poseen la transitoriedad de lo
efímero, tal como son efímeros el poder, el dinero, la ostentación o el fútbol.
Porque dentro de esta transmutación de valores, se le ha concedido al fútbol la
cualidad de valor (bien se encargan de ello la televisión y la prensa
deportiva, acuciadas por el afán desmesurado de ganancias). E incluso se muere
por la hueca e inútil defensa de ese valor, a pesar de que también posea sus
instituciones, sus héroes y sus santos. Y su fanatismo. Una religión futbolística cada vez
más fanatizada. Han convertido su club en culto mistérico y al rival en enemigo
a quien machacar. Los valores actuales. Más bien las «nocivas ilusiones
valorales dimanadas del resentimiento», al decir de Nietzsche.
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