Hay un caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son
cuatro. Es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante
perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con
tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poemas infrarrealistas
mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo
Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la
experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica
Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada
de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido
presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en
1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador
Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso
antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y
meditabajo. Así me he quedado. Porque cuando uno admira a una persona y te la ponen como que se ha dado media vuelta, pues que le entra a uno la frialdad de la desilusión. Según asegura el profesor Víctor Farías
(«Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende
fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y
homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero,
por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en
alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a
pensar que a veces dos y dos no son cuatro.
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