Esto del feisbu (como lo llama mi amigo Ángel Rusty) es una aplicación técnica sorprendente, maravillosa e increíble. Considerada una de las redes sociales más populares de la actualidad, es una interfaz virtual desarrollada en el año 2004 por cuatro estadounidenses en la ciudad de Cambridge. Chapó, genuflexión y reverencia profunda para ellos. Pero resulta que el feisbu a mí (además de reconocer lo anteriormente expuesto) me resulta dotado de la intrincada gilipollez de un capullar. Y así como un terreno en el que abundan los olivos es un olivar y otro en el que crecen los melones es un melonar, no veo por qué el arbusto en el que brotan los capullos no pueda ser un capullar. Pues no señor, no lo es. Por esas veleidades enigmáticas del lenguaje, el término capullar no se encuentra recogido en las páginas lexicográficas de la Docta Casa (DRAE). Y mira que es antiguo lo de capullo. Corominas lo data en 1490, resultado probable de un cruce entre ‘capillo’ y ‘cogulla’. Se encuentran étimos relacionados, como capucha, capuchino, capuchón y encapuchar, todos con significados referentes a capa o manto, y al antiguo capuz con el que se cubrían la cabeza. Pero de ‘capullar’, nada. Sin embargo, capullos, lo que se dice capullos, desde el siglo XV para acá, un montón. Por esa razón es por la que me atrevo a utilizar el término ‘capullar’, y sus derivados, aunque no se encuentren recogidos en el diccionario. En el terreno de la capullería, abundan los diferentes tamaños y las distintas tonalidades cromáticas. Capullos que se lo montan en gris perla son los feisbuqueros vocingleros, expertos en la hinchazón del globo para que explote a las primeras de cambio, protuberancia que utilizan para incrementar sus cuotas de audiencia, no solo para informar a los amiguetes: se trata de los feisbuqueros activos. Sin embargo, el 'me gusta' es el globo preferido por el feisbuquero pasivo. Este feisbuquero pertenece a la especie silenciosa de los peces de ciudad, aquella viajera de Joaquín Sabina que quiso enseñarme a besar en la gare d'Austerlitz, peces que bucean a ras del suelo, que no merecen nadar. El feisbuquero activo experimeta el subidón de la autoestima cuando comprueba, inflado como un globo, que ha recibido el homenaje de 527 'megusta', que es la prueba más jabonosa de la esencia de las pompas. Pero, ay, es efímera la vida de las pompas de jabón, y la persistencia de su volatilidad se convierte rápidamente en inconsistencia. De ahí a la nada no hay más que un paso. Y acaba el capullo deshojándose en el olvido, a pesar de cubrirse la cabeza con el socorrido capuchón del último 'megusta'.
No pretendo tener razón. Lo que para mí es acertado, puede ser desacertado para otros.
viernes, 31 de octubre de 2014
martes, 28 de octubre de 2014
ALGO SOBRE LAS ENCUESTAS DE OPINIÓN
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No sé cómo podrían vivir sin encuestas hace pocos años. La encuesta es la
manifestación del esplendor
opinante. Así que no sé cómo el gentío podría vivir sin opinar. Increíble. La
gente no opinaba. La gente trabajaba de sol a sol, suele decirse, tal vez con
la exageración incomprensiva de las afirmaciones rotundas. El personal
trabajaba y no opinaba, al menos nadie le pedía que manifestara su opinión. Y
era tan feliz, al parecer. A nadie interesaba la opinión de los demás.
Si a nadie interesaba la opinión de los demás, mucho menos a los que
mandaban. Los que mandaban se dedicaban a eso, a mandar, que (no) era lo suyo,
y ni de broma se les ocurría consultar la opinión del gentío. Hoy día no. Hoy
día la encuesta constituye una magnificación de la ciudadanía, que también
trabaja, aunque parezca que en vez de trabajar consume y, a la vez que consume,
responde con alegría los cuestionarios de las encuestas. El problema de la encuesta reside en que de
ordinario las preguntas que configuran el cuestionario están redactadas
siguiendo los intereses del encuestador de manera que el gentío responda lo que
al tal encuestador interesa oír. Porque para oír lo que no interesa es
preferible prescindir de la encuesta. A pesar de todo, la encuesta no define una realidad: la taxidermiza (la
palabra no existe pero, puestos a exagerar, se me ocurre utilizarla). En
realidad la taxidermia solo es eso: apariencia de vida, de no muerte, de no.
Una encuesta en manos de los políticos, escribió Pitigrilli,
es una cosa en la que toda mentira se convierte en un gráfico.
jueves, 23 de octubre de 2014
POR RARO QUE PAREZCA HAY VECES EN QUE DOS Y DOS NO SON CUATRO
Hay un caso en el que se muestra, a mi parecer, que dos y dos no son
cuatro. Es el, llamémoslo así, ‘caso Salvador Allende’. Uno es un ignorante
perdido en el proceloso mar de la desinformación. Quién lo iba a decir. Con
tanto leer los poemas y antipoemas de Nicanor Parra, los poemas infrarrealistas
mexicanos de Roberto Bolaño, los poetas chilenos de los noventa, y al Pablo
Neruda juvenil, encendido y rítmico, y al Huidobro de siempre jamás, más la
experiencia lírica de Gabriela Mistral, y a Elías Letelier, y a Verónica
Zondek, y a Teresa Calderón, y yo qué sé a cuantos, pues va uno y no sabe nada
de Salvador Allende, excepto las cuatro cosas que sabe todo el mundo: elegido
presidente en 1970 y derrocado y muerto por el golpe de Estado de Pinochet en
1973. Pero lo que uno ignoraba (sea cierto o no el supuesto) es que Salvador
Allende fue cocinero antes que fraile, es decir, fue un derechudo riguroso
antes que socialista mártir. Como Quevedo y su anomalía: cabizmundo y
meditabajo. Así me he quedado. Porque cuando uno admira a una persona y te la ponen como que se ha dado media vuelta, pues que le entra a uno la frialdad de la desilusión. Según asegura el profesor Víctor Farías
(«Salvador Allende: contra los judíos, los homosexuales y otros degenerados»), Allende
fue, cuando ejercía como joven médico allá por 1933, fascista, antisemita y
homófobo. Si es cierto, hay que admitirlo. Si es mentira, hay que rebatirlo. Pero,
por lo visto, estas cosas de la desmitificación de mitos no pueden decirse en
alta voz para evitar ser tachado de retrógrado y facha, lo que me inclina a
pensar que a veces dos y dos no son cuatro.
miércoles, 15 de octubre de 2014
¿CREE USTED QUE HAY VALORES?
Para empezar, ahí va una pregunta intempestiva. ¿Dispone el
hombre actual de ‘valores’? Ya sé que no resulta apropiado, desde el punto de
vista de la retórica (la praesentatio era, o algo así), empezar el
discurso con una interrogación directa. Más que nada por el sobresalto que se
ocasiona al personal, porque aún no se ha acomodado en la butaca y ya lo estás
obligando a que acometa la fastidiosa tarea de pensar. Así que voy y pregunto,
de buenas a primeras, por los valores. (En realidad me lo pregunto a mí mismo,
es mi propia pregunta, pero a ver, si uno
exterioriza las obsesiones parece que con ello se atenúan, o se
espantan, las incertidumbres).
No sé si habrá alguien que lúcidamente admita hoy, a lo que
se ve, la teoría de los valores, o la filosofía de los valores o, en fin, la
ética de los valores. No me refiero, naturalmente, al ‘moralismo’ (que pretende
hacer de lo ético la base de lo metafísico, esto ya lo explicó Kant), ni me
refiero a la ética de la utilidad, esa especie de eudemonía del interés propio
que convierte el provecho del individuo en único criterio de lo moral,
utilitarismo que por otra parte no es de ahora, ya lo desarrolló Jeremy Bentham
a principios del siglo XIX. Me refiero,
naturalmente, al concepto filosófico de ‘valor’, esa cualidad que poseen
algunas realidades del espíritu por la cual son estimables, y que son
explicadas por la ética (filosofía moral) como hechos morales, es decir,
preceptos, normas, actitudes e incluso manifestaciones de la conciencia como
patria, honor, religión o virtud. Así que volvamos a la pregunta inicial. ¿Dispone
el hombre actual de valores, o al menos dispone de ellos, o los posee, tal como
se cree que los poseía en épocas pasadas? En otros tiempos, según cuentan, los
valores constituían un patrimonio (se supone que espiritual, y al decir
espiritual me refiero a cualquier actividad que procede del espíritu) tan
importante que muchos preferían morir, o eran alentados a morir, antes que
perderlos. Se moría por la patria, se moría por Dios, se moría por la virtud,
se moría por el honor. Otra cosa es reflexionar sobre quiénes imponían esos
conceptos como valores que había que conservar y defender. Pero esto es tema
para otro día.
¿Épocas de valores sólidos? Puede ser. Pero de la misma
manera que se moría por la patria, se mataba por la patria. Dentro del conjunto
de valores, gozaba de lugar privilegiado el de ‘morir’ por la patria. Jamás se
consideró (o se disimuló, al menos) como un valor ‘matar’ por la patria. Sin
embargo, cualquier acontecimiento histórico lo demuestra. Dentro del mismo
bando unos morían por la patria, los que caían en el campo de batalla, y otros
mataban por la patria, los que cantaban la victoria. También se moría por Dios.
Los mártires, los santos, los misioneros entregaban su vida por Dios. (También
se enarbolaron banderas para matar en nombre de Dios, no creas. Y aún peor: se
mezclaron los conceptos de Dios y de Patria y se le roía el coco al personal
para que muriese/matase en nombre de ellos). No sé si serían valores sólidos,
pero la gente creía que lo eran. Había, en consecuencia, un halo de
heroico resplandor en el hecho de morir , de ‘dar la vida’ por un valor de los
que llamaban sacrosantos. Y los héroes o los santos eran venerados con esa
especie de respeto generacional que se transmitía a través de los siglos. Hoy,
sin embargo, hasta la dignidad de la muerte se ha perdido.
Ahora se han transmutado los valores. No es que se carezca de
valores. No puede la persona vivir sin valores a los que aferrarse, para
defenderse del desquiciamiento, cuando ventea el batacazo en el que ya no se
sustenta el orden de sus ideas (si es que alguna vez las ha tenido). Acontece,
sin embargo, que los valores ya no son eternos, poseen la transitoriedad de lo
efímero, tal como son efímeros el poder, el dinero, la ostentación o el fútbol.
Porque dentro de esta transmutación de valores, se le ha concedido al fútbol la
cualidad de valor (bien se encargan de ello la televisión y la prensa
deportiva, acuciadas por el afán desmesurado de ganancias). E incluso se muere
por la hueca e inútil defensa de ese valor, a pesar de que también posea sus
instituciones, sus héroes y sus santos. Y su fanatismo. Una religión futbolística cada vez
más fanatizada. Han convertido su club en culto mistérico y al rival en enemigo
a quien machacar. Los valores actuales. Más bien las «nocivas ilusiones
valorales dimanadas del resentimiento», al decir de Nietzsche.
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