No es el comienzo de un
cuento, pero podría quedar así.
La tarde era aún brillante y los últimos rayos del sol refulgían
contra el cristal del limpiaparabrisas como mariposas inconstantes. La
tranquilidad que inundaba la avenida, mientras el coche avanzaba despacio
frente al colegio Virgen de Argeme, era abrumadora y extraña. Bajé las
ventanillas para sentir la brisa caliente y admirar, al mismo tiempo, la
extrañeza del mundo y del entorno.
Mientras escuchaba el sonsonete publicitariamente
bobo de la radio, todo el orbe me aplastaba contra el asfalto regado no hacía
mucho. Mi pensamiento, como tantas veces, navegaba hacia la fantasía. En esos
momentos, pensaba que las leyes implacables que rigen los destinos de todos
perfeccionan el mundo y, a su vez, deterioran el anhelo inmortal que confunde a
los hombres.
En la plaza de la Casa de Cultura, ahora llamada (en
un afán sin duda meritorio de progresía y otras modernidades) Plaza de la Constitución, los insectos, felices, revivían los arbustos que exhalaban sus
aromas bajo el cielo de abril. El sol había calentado los pétalos de las rosas
abiertas como vientres dispuestos a la fecundidad. Las hojas de los árboles,
que crecen libremente, desarrollaban su ciclo de suprema armonía.
Pensaba en el hecho de que cada instante que pasa es
como una irradiación del perfecto suspiro que hace latir el cosmos. Preguntaba
al pensamiento: ¿adónde voy ahora que soy extraño al todo que el universo
puebla, perdido en los laberintos del sueño humano que desciende hasta el dolor
frustrado de las propias palabras?
En este instante, absorto en mis pensamientos,
decidí desviarme por el carril de la derecha, justo a la altura del Burbujas.
Los coches, aparcados en batería a ambos lados de la calzada, dificultaban la
circulación. Por si fuera poco, una mujer joven caminaba delante de mí por el
centro de la calle con esa apariencia despectiva del poseedor de todos los
derechos, tranquilamente caminaba, ya digo, mientras empujaba un cochecito y,
al parecer, comía pipas, según pude deducir al mirar sus gestos que, una y otra
vez, dirigían la mano hacia la boca y la retiraban seguidamente. De vez en
cuando, giraba la cabeza hacia la derecha, supongo que para escupir. Su pelo
era largo y rizado, con gomina, y su trasero oscilaba atractivamente al
impulso de los glúteos. “Seguro que se
aparta, el ruido del motor la avisa, seguro, tendré que frenar, no creo que
esté sorda, ¿será posible?, tocaré el claxon”. A juzgar por el respingo, el
susto que recibió tuvo que ser considerablemente adrenalínico. Yo no llegué a
tocarla; así y todo, cayó de rodillas, con el cochecito volcado sobre el
regazo y las manos sujetando a la criatura. Jamás olvidaré aquellos ojos
asustados en los que brillaba la sorpresa, el miedo, el ridículo, el odio tal
vez. Más duras que los ojos fueron sus palabras:
—¡El tío asqueroso! ¡Vamos, hombre! ¿Es que no sabe
por dónde va?
Su tono era el del propietario absoluto a quien un
intruso ha despojado injustamente de su propiedad.
—Disculpe si es que la he asustado —y le sonreí con
la boca cerrada.
—¡Pues lo que nos faltaba, que ya ni de paseo pueda
salir una!
—¡Y una mierda! ¡Yo puedo ir por donde me dé la
gana, so cegañuto!
La voz era histérica y chillona, probablemente
aumentada por el extraño calificativo peatonil cuyo sema debía de resultarle
malsonante o incluso insultante.
—¡Pues estaría bueno que vengan a decirme a mí lo
que yo tengo que hacer! ¡Y, encima, me llama peatona! —añadió—.
En un momento, yo había pasado de una situación
irreal (el transcurso de mis propios pensamientos) a la concreta vulgaridad de
lo cotidiano. Parece evidente el susto en el que se precipitó la mujer, pero no
fue menor el choque que recibió mi ensueño de perfección cósmica ante una
realidad marcada, en aquel momento, por la frontera entre la verosimilitud y lo
irreal.