¿Son malos los políticos, los que gobiernan, o son malos los gobernados? Esa
es la cuestión. Para Maquiavelo (Il
principe, 15-18) existen unas “reglas fundamentales de la política” y unos
principios que conducen a ello. Tal vez los políticos actuales se fundamenten
en esos principios, aunque lo nieguen, y acepten como punto de partida el
primero de los principios maquiavélicos, ese que establece que todos los
hombres son malos (y las mujeres también; entienda el lector conspicuo que en
el siglo XVI, en la cancillería de Estado de Florencia, donde Maquiavelo era
secretario, la paridad igualatoria sexual era desconocida a pesar de que el
presentimiento renacentista iniciase un pespunte de renovación en la concepción
de la persona y su vivir social, y faltaban unos cuatrocientos años para que se
lograse la igualdad entre los sexos), así que, concediendo que todos los hombres
son malos, el político tiene que mostrar una oposición equivalente, es
decir, manifestar que también él es malo
o, al menos, “aprender a no ser bueno”, y aparentar mansedumbre, fidelidad,
sinceridad y más que nada piedad, pero sólo aparentarlo. Es la fórmula de
Maquiavelo: contra una determinada fuerza debe oponer el político otra igual e
incluso poner en juego otra mayor si quiere vencerla. Es esta filosofía estatal
fundada en el carácter físico-mecanicista de las relaciones la que empuja a los
políticos a atacarse sin piedad, a denostarse, a insultarse. Todos los
ciudadanos comprueban este hecho, sobre todo estos días en que tan revuelta
anda la cosa con lo de la elecciones europeas. Con estas actitudes no se
desarrolla la política, en suma, sino la politiquería, es decir, el efecto de
hacer política de intrigas y bajezas. No son los políticos quienes actúan: son
los politiqueros.
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