OH, LOS VIAJES
(Domingo, 11 de octubre de
1998)
Como buen depredador, no suelo
excederme en abandonar los límites de mi dominio:
En efecto, después de no pocas
vacilaciones y algunas discusiones a punto de divorcio, no hubo más remedio que
dejarme arrastrar hasta Italia. Ya sabes, Roma, Milán, Florencia, Pisa y todo
eso. Y a pesar de las diarreas de algunos, las migrañas de otros y el cansancio
de casi todos, a las seis de la mañana tocaban diana y la guía nos remolcaba
por los itinerarios turísticos a uña de caballo, suele decirse, con esa
pertinacia en el descubrimiento que obsesiona a los exploradores o los
arqueólogos. Las maravillas visuales ofertadas en los folletos informativos se
quedaban en ofertas, de manera que ver, veíamos poco, atosigados por la
apresurada abundancia artística de los monumentos y por el atontamiento
gregario del gentío. Pero oler, bluf, nos hartábamos de oler. No había más que
entrar en la mierda del Coliseo y el olor de siete millones de meadas de japoneses
te perforaba la pituitaria con esos prolongados pinchazos de la desventura o el
amoníaco. Como si los japoneses no tuvieran otro mingitorio en el planeta que
el que han localizado en el Coliseo. Milán es otra cosa. Y a pesar de los
rincones fascinantes que en ella han encontrado los diseñadores y la moda, las
colas para entrar en
Así que estos primeros días de octubre,
inocentes y virginales como todo lo primerizo, decidí adentrarme en los
dominios de
Lo malo está en que no puedes
contárselo a nadie. Si los colegas magnifican el fin de semana en Londres
trotando por Kengsington street y sus restaurantes de atmósfera bohemia
(el hojaldre de riñones es que alucina, tío), si los colegas aseguran, además,
que las torretas del Tower bridge son una maravilla de la ingeniería
victoriana, tú ya es que no puedes ni abrir el pico. De pueblo que es uno, qué
remedio.
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