LO DE ESCRIBIR, ESA COSA
(Domingo,
29-9-02)
Desde que leí lo de Javier Marías ando cabizbajo. «Imprenta o
fuego», decía él. Se refería al hecho dificultoso de la escritura, aun teniendo
facilidad e imaginación para escribir, y a la minuciosidad y trabajo que
conlleva el acto de crear una novela, corregirla, depurarla, dotarla de
naturaleza artística e insuflarle vida verosímil. Aun así, miles, cientos de
miles de personas, gente de toda clase y condición, preparada y no preparada,
culta y analfabeta, toñín y maruja, ha escrito
novelas «o ansía un día escribirlas». Asegura Javier Marías que cuando,
en su momento, visitó
No fue ficción narrativa, sin embargo, el extremo al que
llegó en cierta ocasión Rafael Sánchez Ferlosio. Acababa yo de publicar mi
primer poemario (1982 o por ahí) y me dijo un día Leopoldo Gutiérrez, senior
(q.e.p.d.): A ver si me pasas algún ejemplar, que me gusta leerte. Se lo
entregué en su consulta de otorrinolaringólogo, en
Vuelvo al principio. Si Javier Marías ha sentido tentaciones
de arrojar al fuego su última novela; si Rafael Sánchez Ferlosio arrojó, en
cierta ocasión, su manuscrito al fuego;
si estos espléndidos escritores, inscritos ahora mismo entre los mejores de las
letras españolas, con reconocimiento general y unánime (más o menos) de lectores
y crítica, si estos autores, ya digo, se consideran como gota de agua en el
océano de la publicación (Marías), o con la tímida humildad personal que lo desenfatiza
(Ferlosio), a ver qué hacemos los que escribimos de vez en cuando cuatro cosas
deslavazadas y, estas sí, probablemente prescindibles.
Así que una especie de depresión literaria me ataca las
meninges cuando observo las ingentes cantidades de escritores (¿?) que he visto
en Internet, escritores (¿?) exultantes, pagados de sí mismos, descubridores de
mediterráneos narrativos o poéticos, para qué se me ocurriría entrar en la
dirección web hallada, una de esas que pululan a cientos por los portales
internáuticos dedicadas a la cosa literaria: cientos, miles de escritores,
tropecientos escritores, poetas, novelistas, ensayistas, cuentistas de todo el
mundo (sobre todo poetas, qué bárbaro, y cuentistas), buscadores incansables
del tesoro que sustenta la raíz del éxito. Resulta sorprendente la cantidad de
gente que se dedica a escribir: jubilados, amas de casa, honestos funcionarios,
empleados de banca, músicos callejeros y hasta despreocupados y mangantes...
Ahora, eso sí, los que más inciden en el hecho escribidor son los jóvenes y los
enterados (de pueblo). Se entiende que a un joven (se me hace difícil el
femenino jóvena, pero lo tengo en cuenta) lo posea el apetecible anhelo de la
escritura y acaricie sueños de celebridad y editoriales. Pero un enterado “que
no ha escrito ni una línea” en su trabajadora vida venga, a estas alturas de la
maduración, a autodefinirse como escritor porque lee sus alucinaciones
romanceadas en la fiesta del Libro, no deja de aparecer como una pretensión
extrema. Tal vez yo sea capaz de mirar el nivel de aceite del cárter de mi
coche e incluso de hurgar en el carburador si el caso lo requiere. Tal vez yo
sea capaz de adquirir en cualquier carrefour unos módulos empaquetados y montar
con ellos un zapatero para colocar, obviamente, los zapatos en un rincón de la
cochera. Tal vez yo sea capaz de arreglar un enchufe e incluso de desmontar el
halógeno de la lámpara del salón, que acaba de fundirse. En ningún caso, sin
embargo, se me ocurrirá afirmar a causa de dichas capacidades que soy mecánico,
electricista o carpintero. Mucho menos, de fina carpintería.
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