Como buen depredador, no suelo excederme en abandonar los límites de
mi dominio: la Sierra de Gata. En ella me adentro, a la caza de sensaciones. Lo
reconozco, sin embargo. Viajar, lo que se dice viajar, le gusta a todo el mundo. Así que, este verano, tuve que viajar. En efecto,
después de no pocas vacilaciones y algunas discusiones, no
hubo más remedio que dejarme arrastrar hasta Italia. Ya sabes, Roma, Milán,
Florencia, Pisa y todo eso. Y a pesar de las diarreas de algunos, las migrañas
de otros y el cansancio de casi todos, a las seis de la mañana tocaban diana y
la guía nos remolcaba por los itinerarios turísticos a uña de caballo, con esa pertinacia en el descubrimiento que obsesiona a los
exploradores o los arqueólogos. Las maravillas visuales ofertadas en los
folletos informativos se quedaban en ofertas, de manera que ver, veíamos poco,
atosigados por la apresurada abundancia artística de los monumentos y por el
atontamiento gregario del gentío. Pero oler, bluf, nos hartábamos de oler. No
había más que entrar en la mierda del Coliseo y el olor de siete millones de
meadas de japoneses te perforaba la pituitaria con esos prolongados pinchazos
de la desventura o el amoníaco. Como si los japoneses no tuvieran otro
mingitorio en el planeta que el que han localizado en el Coliseo. Milán es otra
cosa. Y a pesar de los rincones fascinantes que en ella han encontrado los
diseñadores y la moda, las colas para entrar en la Scala se alargaban de forma
interminable de manera que, transcurridas tres horas, un hormigueo devastador
se apoderaba de tus piernas junto a una dilatada mala leche, cosa que te
obligaba a sordos juramentos y a la personal promesa de que jamás volverías a
caer en la gilipollez mental de engancharte a una cola de aspecto borreguil a
sacar entradas para la ópera. Y qué decirte de Florencia, la ciudad
de todos los genios. Desde la plaza del Duomo hasta la plaza de la Santa
Croce, finas hilachas amarillentas se deslizaban junto a las aceras justo en
el lugar oportuno para que tu pie se pringase con las olorosas boñigas de los
caballos. Y encima, cuando regresas a la tribu, transcurridos ocho días de
insomnios e indigestiones, es obligatorio afirmar que todo ha
constituido una experiencia gratificante y un viaje maravilloso (si no quieres
caer en el descrédito o en la patanería).
Así que prefiero adentrarme en los dominios de la Sierra de Gata a contemplar esos atardeceres otoñales cargados de ocres, amarillos y pardos. No
tienes más que subir de Cadalso a Robledillo de Gata para sentir el diáfano contacto
con la naturaleza. Y te ves de pronto en medio de una dimensión cosmológica y
perfecta. Tú no eres tú, en ese momento eres otro que acaba de instalarse en el
sosiego de los pinos, en el suave seno de las montañas. No hay mayor placer que distribuir la perfección a tu antojo. Es tu
mirada la que nutre los regatos, la que eleva el horizonte a la cualidad de
diáfano, la que adentra la soledad en el coto de la belleza. Eres tú el que
concede el silencio, ese pudor que los castaños desparraman por el paisaje en
una especie de desnudamiento vegetal y cromático.
Lo malo está en que no puedes contárselo a nadie. Si los colegas
magnifican el fin de semana en Londres trotando por Kengsington street y
sus restaurantes de atmósfera bohemia (el hojaldre de riñones es que alucina,
tío), si los colegas aseguran, además, que las torretas del Tower bridge
son una maravilla de la ingeniería victoriana, tú ya es que no puedes ni abrir
el pico. De pueblo que es uno, qué remedio.