Lo digo por nosotros, que mira que somos frágiles de
memoria a pesar de que no sufrimos la
Logse en nuestros años de estudios, le dije al conocido de toda la vida. Cómo es eso, me dijo, Qué, le dije, Lo de
la fragilidad de la memoria y la Logse, me dijo, Porque una de las principales
corrientes conductistas aplicadas a la Logse, le dije, propugna que lo
importante en la educación es el desarrollo de capacidades y actitudes, y que
la memoria, en tanto en cuanto ayuda a la adquisición de contenidos
conceptuales, tiene que ser desatendida porque el aprendizaje de los conceptos
—aprendizaje memorístico de conceptos, dicen— vale para poco a futuros
ciudadanos responsables, europeos y libres. No es de extrañar que los
adolescentes actuales pasen del tratamiento y cultivo de la memoria como pasan
del pescado hervido y del rayado de zanahorias. Nosotros, por el contrario, no.
Nosotros, en aquellos tiempos, soportamos una enseñanza memorística full time
que quizá desarrolló nuestra previsión léxica pero que recortó nuestra
capacidad de interpretación del entorno. Y así, nos sabíamos de memoria el Cum
subit illius de Ovidio y fragmentos de la Epistola ad Pisonnes de
Horacio, la lista de pretéritos y supinos irregulares latinos que no tenían
nada que envidiar a la de los irregulares ingleses, y series de poemas de
autores clásicos con los que nos ejemplificaban el aprendizaje de las estrofas
de la métrica castellana. De memoria las valencias químicas y las fórmulas
matemáticas, y nada de calculadoras y otras máquinas: todo el cálculo a base de
papel y lápiz, que así calculaba uno como un lince (si es que los linces
calculan, que no creo).
Pues bien, a pesar de todo
nuestro desarrollo memorístico, somos frágiles de memoria. Y digo lo de la
fragilidad porque, parece mentira, hemos olvidado que nosotros también fuimos
adolescentes. Todos hablamos mal de la juventud, gandules, egoístas, obsesivos,
comodones, pichuleros, lo del botellón y todo eso. Existe una lucha solapada,
oculta y recóndita contra las actitudes y comportamientos de los jóvenes. No se
tolera de buen grado que, por ejemplo, les guste ‘su’ música. Para ellos, los
músicos, es decir, la gente de su edad que se dedica a la música, son los
artistas más expresivos y alucinantes que hay. No se acepta que la naturalidad
sea su bandera. Las chicas aparecen como diosas juveniles, los rizos definidos y sueltos,
controlados y dulces. Aparecen como deidades corpóreas, esa melena viva y
destellante que se alarga al viento cosificando la belleza. Aparecen con el
aire andrógino de una galaxia incierta cuando muestran un corte de cabello
desenfadado y provocante. Aparecen con sus bolsos de estudiada bandolera como
si en su interior guardasen todo el misterio del mundo. Aparecen resueltas y
ágiles, decididas a defender su espacio vital, a luchar para que la rutina no
perfore su vida. Los muchachos nos muestran el fulgor de la vida, la vida
dominada en un impulso, en una voz, en una respuesta, en un bostezo. Los
muchachos nos miran con una sabiduría personal, de personas adultas, una
sabiduría que procede al revés, de abajo arriba, una sabiduría en la que los
pocos años dominan a los muchos: es la sabiduría de un silencio impuesto,
quizá, por el hastío que les produce nuestro modo de vida acomodado, perezoso y
repleto. Los muchachos menosprecian nuestro resentimiento, nuestro chándal
dominguero, nuestra suficiencia, nuestra rutina vital y nuestras discusiones
políticas.
Vuelvo al principio y a la
fragilidad de la memoria. Nosotros también fuimos adolescentes. Reprimidos, tal
vez, pero adolescentes. ¿Qué hubiéramos hecho de tener televisión, ordenador,
móvil, whatsapp, facebook, twitter, permiso casi siempre no consensuado, pero permiso, para
regresar a casa de madrugada? No, queridos padres, no salgo de correría
nocturna porque quiero ser el día de mañana una persona de provecho: ni el
repelente niño Vicente hubiera adoptado tal actitud mefítica. Así que,
influidos (nosotros) por la imbecilidad comunicativa de algunos medios de
adoctrinamiento de massasssss, hemos llegado a creer que los jóvenes son tal como
nos los presentan en determinadas e interesadas series televisivas. Somos tan
beocios, los adultos, que simplemente, con la simpleza del simple, atribuimos a
los jóvenes la negatividad de unas cualidades que son eso, negativas, por el
hecho de no ser las que a nosotros nos adornan, juá, juá. Botellón, piercing,
transgresión, gamberreo, móvil y ‘ciber’. Esa es su vida. ¿Y la nuestra? Cuando
nosotros dejemos, arrepentidos y perplejos, los vinos y el chateo, la cerveza y
las tapas, tan ricas, las cenas fin de semana (ellos, mientras tanto, solos),
los whiskyes alternativos en el pub de copas hasta las tantas, el consumismo
indiscriminado, las deslumbrantes películas DVD, el podio de la música, las
mejores cintas porno, el perfume de la
sensualidad acristalada, las gafas con montura de titanio y las pollas en
vinagre, cuando nosotros dejemos todo eso, sólo entonces podremos ponernos de
uñas con los jóvenes y criticar e incluso reprender sus actitudes.
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