He aquí que aparece de pronto la cosa
sustantiva, pilar y sostén de la democracia: la paridad. Medios de
comunicación, tertulias radiofónicas y televisivas, prensa escrita y electrónica
no hablan de otra cosa. Ya se sabe qué son los medios de comunicación de masas,
así los llaman, cuando les da por marear la perdiz del coto con un tema sobredimensionado.
Va el asunto ahora sobre la paridad. Antes lo llamaban igualdad. Pero el término
debía de resultarles plano, con olor a chamusquina de revolución francesa, y
han optado por sustituirlo. Paridad. La progresía también se manifiesta en el
léxico. Por esta razón se prefiere el término de ‘paridad’, menos visto y
convencional, al de ‘igualdad’, más republicano y rojizo.
Tucídides, entusiasta de las ideas políticas de los sofistas, llegó a
pensar que todos los hombres son iguales por naturaleza, pero concluyó que esta
igualdad los enfrentaba pues nadie admitía que otro fuera igual a él. La guerra
de todos contra todos, «bellum omnium contra omnes». A causa de esto, quizá,
Hobbes, en su «Leviathan», sugiere que la utilidad y el apetito de mando son
los determinantes exclusivos del ser en el Estado. De aquí a la arbitrariedad
no hay más que un paso. Aunque los gobernantes se ‘sientan’ legitimados por las
urnas, que son la metáfora de la sumisión.
Es confuso el concepto de paridad porque “todos
somos iguales, pero unos más iguales que otros”. No me gusta la paridad, mucho
menos impuesta por ley. El ‘fifty-fifty’ llama a engaño. En las listas deben
entrar los políticamente cualificados, hombres y mujeres, no los pesebrilmente arrimados.
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