En un cuaderno viejo, conservo impresiones de mis lecturas. Ahora que algunas editoriales lo reeditan, pues a mí me viene como el recuerdo. Cuando leí a
Rilke, hace tantos años, escribí lo siguiente:
PUDIERA BIEN DECIROS que salía de noche
para enhilar
palabras detrás de las estrellas
que en realidad
ni estrellas eran ni represalias
del propio
cuerpo mío, ni tan calientes goces,
¡qué más
quisiera yo!, capaz de sensaciones
posibles entre
ambos, dueño sería del mundo.
Por eso, se me antoja que es recto proceder
la ilimitada
entrega de ellas a mi deseo
meramente
pensado, esa entrega suave,
como miel es su
entrega. Y siempre constituyen
las palabras huidizas como ciervas heridas
un existente
inscrito en el tiempo de mí
o en el tiempo
de ellas o en el ciclo de ambos.
Germina en las entrañas de cada ser la muerte
como el hueso
germina dentro de cada fruto,
aunque Orfeo
describa por medio de sonetos
el espacio
interior cósmico, universal,
sensible y
alejado, de Malte Laurids Brigge:
el cadáver que
crece dentro de cada uno
por mucho que
perfume su rostro con loewe,
con el perfume
erótico de la publicidad.
Oh, la vida vacía, preguntádselo a Rilke,
canto de amor y
muerte del corneta. Ficticios
los mensajes en
torno a las palabras fáciles.
No sé si llegará el día en que los versos
se estremezcan
al verme: ellos son plenitud,
ellos son. Yo
creía —pido perdón a Schiller—
que el germen de
la vida falsamente perfecto
me engendraba
palabras inmortalmente vivas.
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