DEL OLVIDO Y LA MEMORIA
JUAN GARODRI
—Lo digo por nosotros, que mira que somos frágiles
de memoria— le dije al conocido de toda la vida— a pesar de que no sufrimos la
Logse en nuestros años de estudios.
—Cómo es eso— me dijo.
—Qué— le dije.
—Lo de la fragilidad de la memoria y la Logse— me
dijo.
—Porque una de las principales corrientes
conductistas aplicadas a la Logse —le dije— propugna que lo importante en la
educación es el desarrollo de capacidades y actitudes, y que la memoria, en
tanto en cuanto ayuda a la adquisición de contenidos conceptuales, tiene que
ser desatendida porque el aprendizaje de los conceptos, aprendizaje memorístico
de conceptos, dicen, vale para poco a futuros ciudadanos responsables, europeos
y libres. No es de extrañar que los adolescentes actuales pasen del tratamiento
y cultivo de la memoria como pasan del pescado hervido y del rayado de
zanahorias. Nosotros, por el contrario, no. Nosotros, en aquellos tiempos,
soportamos una enseñanza memorística full time que quizá desarrolló nuestra
previsión léxica pero que recortó nuestra capacidad de interpretación del
entorno. Y así, nos sabíamos de memoria el Cum subit illius de Ovidio y
fragmentos de la Epistola ad Pisonnes de Horacio, la lista de pretéritos
y supinos irregulares latinos que no tenían nada que envidiar a la de los
irregulares ingleses, y series de poemas de autores clásicos con los que nos
ejemplificaban el aprendizaje de las estrofas de la métrica castellana. De
memoria las valencias químicas y las fórmulas matemáticas, y nada de calculadoras
y otras máquinas: todo el cálculo a base de papel y lápiz, que así calculaba
uno como un lince (si es que los linces calculan, que no creo).
Pues bien, a pesar de todo
nuestro desarrollo memorístico, somos frágiles de memoria. Y digo lo de la
fragilidad porque, parece mentira, hemos olvidado que nosotros también fuimos
adolescentes. Todos hablamos mal de la juventud, gandules, egoístas, obsesivos,
comodones, pichuleros, lo del botellón y todo eso. Existe una lucha solapada,
oculta y recóndita contra las actitudes y comportamientos de los jóvenes. No se
tolera de buen grado que, por ejemplo, les guste ‘su’ música. Para ellos, los
músicos, es decir, la gente de su edad que se dedica a la música, son los
artistas más expresivos y alucinantes que hay. No se acepta que la naturalidad
sea su bandera. Un sencillo top blanco cortado a la cintura y con costuras
vistas como único adorno, se considera falta de pudor porque deja al aire la
integridad del vientre. Las chicas aparecen como diosas juveniles, los rizos
definidos y sueltos, controlados y dulces. Aparecen como deidades corpóreas,
esa melena viva y destellante que se alarga al viento cosificando la belleza.
Aparecen con el aire andrógino de una galaxia incierta cuando muestran un corte
de cabello desenfadado y provocante. Aparecen con sus bolsos de estudiada
bandolera como si en su interior guardasen todo el misterio del mundo. Aparecen
resueltas y ágiles, decididas a defender su espacio vital, a luchar para que la
rutina no perfore su vida. Los muchachos nos muestran el fulgor de la vida, la
vida dominada en un impulso, en una voz, en una respuesta, en un bostezo. Los
muchachos nos miran con una sabiduría personal, de personas adultas, una
sabiduría que procede al revés, de abajo arriba, una sabiduría en la que los
pocos años dominan a los muchos: es la sabiduría de un silencio impuesto,
quizá, por el hastío que les produce nuestro modo de vida acomodado, perezoso y
repleto. Los muchachos menosprecian nuestro resentimiento, nuestro chándal
dominguero, nuestra suficiencia, nuestra rutina vital y nuestras discusiones
políticas.
Vuelvo al principio y a la
fragilidad de la memoria. Nosotros también fuimos adolescentes. Reprimidos, tal
vez, pero adolescentes. ¿Qué hubiéramos hecho de tener televisión, ordenador,
móvil, CD video writer, permiso casi siempre no consensuado, pero permiso, para
regresar a casa de madrugada? No, queridos padres, no salgo de correría
nocturna porque quiero ser el día de mañana una persona de provecho: ni el
repelente niño Vicente hubiera adoptado tal actitud mefítica. Así que,
influidos (nosotros) por la imbecilidad comunicativa de algunos medios de
adoctrinamiento de masassss, hemos llegado a creer que los jóvenes son tal como
nos los presentan en determinadas e interesadas series televisivas. Somos tan
beocios, los adultos, que simplemente, con la simpleza del simple, atribuimos a
los jóvenes la negatividad de unas cualidades que son eso, negativas, por el
hecho de no ser las que a nosotros nos adornan, juá, juá. Botellón, piercing,
transgresión, gamberreo, móvil y ‘ciber’. Esa es su vida. ¿Y la nuestra? Cuando
nosotros dejemos, arrepentidos y perplejos, los vinos y el chateo, la cerveza y
las tapas, tan ricas, las cenas fin de semana (ellos, mientras tanto, solos),
los whiskyes alternativos en el pub de copas hasta las tantas, el consumismo
indiscriminado, las deslumbrantes películas DVD, el podio de la música, las
mejores cintas porno, el perfume de la
sensualidad acristalada, las gafas con montura de titanio y las pollas en
vinagre, cuando nosotros dejemos todo eso, sólo entonces podremos ponernos de
uñas con los jóvenes y criticar e incluso reprender sus actitudes.
Mientras tanto, la tijera
es el mejor artilugio que podemos llevar en el bolsillo de la chaqueta. Para
cuando la memoria se nos vuelva frágil y echemos la lengua a paseo.
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