Más bien de “El mal”. Aunque ponerse a hablar del mal
a estas alturas de la civilización y del progreso es como ponerse a fotografiar
pololos en las playas de Río de Janeiro. Pero, en fin, acojonado uno por los
últimos acontecimientos, léase asesinatos en Siria, asesinatos en Palestina,
asesinatos en Israel, asesinatos en Irak, un día tras otro, sin parar, asesinato o maltrato físico de
mujeres (esos hijos de puta que degüellan o tiran por el balcón o destrozan a
golpes el cráneo de la mujer que tal vez amaron, a la que prodigaron caricias,
a la que hicieron madre de sus hijos…), asesinatos, violencia, horror, miedo,
acojonado uno por tanto acontecimiento desastroso, decía, terrorismo,
fanatismo, intimidación, crueldad, no tiene más remedio que ponerse a hablar
del mal.
Qué le ocurre al hombre (demos de lado al sonsonete
que si hombre que si mujer, etcétera y aceptemos, para este artículo, la norma
gramatical académica que incluye en el masculino a la generalidad del ser
humano). Qué le ocurre al hombre, al ser humano. Qué viento negro de maldad y perversión
azota las conciencias. Si es que hay conciencia. Si es que el sentimiento del
mal oprime el interior de las personas y las empuja a rechazarlo. La
conciencia, esa capacidad de opción que decide en cada ocasión el destino del
individuo. Qué le ocurre al hombre, que ha elegido la muerte. La muerte. El
hombre contra el hombre. Homo homini
lupus de Hobbes. Desde que entró el pecado en el mundo, según la
descripción bíblica, el mal se adueñó del hombre. ¿Existe el mal en sí mismo?
Esa es la pregunta. ¿Existe el mal y rodea al hombre y lo captura, lo
aprisiona, lo aniquila? ¿O es el hombre el que engendra el mal, lo esparce, lo
difunde? Nadie ha conocido la esencia del mal. Los filósofos se han devanado la
sesera para acercarse a la identificación del mal. No lo han conseguido. Si
acaso solían definirlo con aproximaciones analógicas, más que nada por
contraposición al bien. Llegaron a
conceptuar el bien como algo que se difundía por sí mismo, algo así como
partículas que se escindían de sí mismo, y se extendían. De ahí el axioma
escolástico de bonum est difusivum sui. La
actualidad demuestra que se confundieron. Es el mal el que se extiende, se
transmite, se contagia, se generaliza. Sócrates, con su concepto del valor
moral como intelectualismo —tan imitado después por la Ilustración, y así le
fue el pelo— creyó que sólo con ciencia e ilustración se podía educar al hombre.
«Virtud es saber», dijo. Por consiguiente, si el saber puede aprenderse, la
virtud es algo que se puede enseñar. Así que Sócrates no se anduvo por las
ramas y lanzó el aforismo tan repetido de que “nadie se equivoca queriendo”,
vamos, algo así como que nadie hace el mal a mala leche. Esto también se lo
creyó Rousseau, y no propiamente cuando rechaza la monarquía constitucional y
aboga por una democracia del pueblo soberano, sino cuando se traga lo de la
inocencia edénica de la naturaleza humana. Schelling, sin embargo, mandó a
hacer gárgaras las teorías de Rousseau y, como buen hijo de un pastor
protestante de Württemberg, se planteó el problema del mal junto con la
filosofía de la libertad. Y piensa que el mal no surge, como las setas en un
campo de estiércol, de una voluntad puramente racional; tiene que haber algo
irracional que sea fuente del mal y de la culpa: es la discordia del absoluto,
un pecado original más filosófico que bíblico, de donde nace al mismo tiempo el
bien y el mal, de donde surge la lucha entre el bien y el mal, de donde procede
el sentido de la historia. Así que la historia no es otra cosa que ese
antagonismo entre el bien y el mal que, en cuanto abstracciones, son llevadas a
cabo por el hombre. De manera que el hombre es el que hace el bien y el hombre
el que hace el mal. Ideas parecidas o diferentes o semejantes o disparejas o
heterogéneas o desiguales han mostrado otros pensadores a lo largo de los
siglos, como Platón, Boecio, Isidoro, Böhme, Maquiavelo, Leibniz, Schopenhauer
y demás rellenadores de páginas en los manuales de Historia de la Filosofía.
Ninguno da en el quid. Ninguno aclara en qué consiste el mal, dónde se refugia,
cómo germina en el corazón de las tinieblas.
Insisto. Qué le ocurre al hombre. Por qué elige el
mal en lugar del bien. Que ciclón de fuego maligno abrasa las entrañas de los
terroristas. Qué negra y sombría ofuscación les provoca el deseo de terminar la guerra de Siria en un baño de sangre. Me da igual que sean terroristas
chechenos, turcos, yihadistas, musulmanes, norteamericanos, Al-Qaeda.
Es inquietante, la pregunta. ¿Dónde se esconde el
mal? Casi siempre se ignora, también en los pequeños aconteceres. Leo que
decenas de alcaldes del PSC quitarán la bandera española en la Diada. ¿Eso es
bueno o malo? ¿Es un bien o un mal la bandera? ¿Cómo un pedazo de tela (un
símbolo no más, en el sentido icónico del término) concita tantas pasiones, a
favor o en contra? Pienso que el hombre no siente real, íntima, individualmente
tal devoción a la bandera sino que hay ‘alguien’ que lo incita a amar por
encima de todo una bandera, a odiar por encima de todo otra bandera. ¿Dónde
radica el mal, en el odio exacerbado o en el amor incontrolado? Por amor a una
bandera se mata; por odio a una bandera se mata. Que alguien me diga qué importa
el amor, en este caso, si su defensa conlleva el odio, la destrucción, la
muerte de otros seres humanos. O en qué se diferencia ese sentimiento del que
mata y destruye impulsado por el odio a otra bandera. El amor y el odio
confluyen, se equiparan el bien y el mal.
Los ocultos y turbios intereses personales de
aquellos que rigen los destinos de los hombres han extendido el mal por el
mundo, una sombra gigante y turbadora como la negra silueta del diablo, el
Leviatán político de Thomas Hobbes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario