EL ENGAÑO Y EL VINO
Bueno,
bueno, cómo nos engañan. No sé de dónde habrá
salido la subespecie gnómica de que «los engañan como a chinos», porque en este
asunto del engaño o todos somos chinos (cosa apodícticamente incierta por
demográficamente inexacta) o también se engaña a quienes no son
chinos (cosa, a lo que parece, bastante
exacta). Y es que por lo que respecta a engañar, todo el mundo engaña que es
una barbaridad.
No
podía ser menos. Desde que entró el pecado en el mundo, según la tradición
bíblica, gracias al desparpajo sinuoso de la serpiente que engañó a Eva, las
acciones humanas se asientan en cimientos psicológicos sazonados de engaño.
Cualquier teogonía que se precie aspira a describir sus orígenes a base de
exponer las triquiñuelas y engaños con que los dioses pretendían sobreponerse,
anteponerse, humillarse y fastidiarse unos a otros. Algunos hubo que, aburridos
por la continua displicencia de las diosas y alborotados por la sorprendente
aparición de los encantos femeninos en forma de mujer, se largaron a por tabaco
y decidieron adoptar apariencia humana,
lo cual que se metamorfosearon (que es una forma etimológica y fina de
simulación y engaño) para cepillarse a hembra mortal, roídos por un deseo
antropomórfico desproporcionado y rijoso. De esta forma, ejemplarizaban con sus
actitudes las acciones de los mortales que, a cronología seguida, se liaron a
engañarse unos a otros dando opción,
como todos sabemos, a que empezaran los primeros acontecimientos
(proto)históricos.
Vengamos,
sin embargo, a nuestros días. Yo soy un goloso del
buen vino. Y no es porque Horacio lo
exaltara en sus 'Odas', a medias entre el tono epicúreo y estoico, o
magnificara las excelencias del vino de Chipre. Me agrada el vino por ese
estado de ligera levitación que induce a la amistad y a la charla. Ese
equilibrio anímico de efectos gratificantes que nunca producen las alegrías ni
las penas. Así que buen vino. Años y años he recorrido la Sierra de Gata
(Robledillo, Descargamaría, Hoyos, Acebo, Cilleros, Villamiel...) bebiendo las
excelencias del vino de pitarra sosegado en las bodegas domésticas, esas
excelencias exultantes que, poco a poco, alegran el alma y convierten las
rodillas en livianos copos de algodón. Es como beber algo insólitamente
sagrado. Beber la pitarra serragatina es casi beber una
profanación.
Pero
hay quien te chafa el invento. Ahora resulta que hay quien te engaña
miserablemente y te da gato enológico por liebre. Así que ya no me atrevo.
Entraba en el bar y siempre pedía ‘uno del país’. La fragancia de madera de
castaño se acomodaba en la copa y la olorosa suavidad del caldo invadía el
paladar con la amante persistencia de un regalo. Ahora me atenaza la
desconfianza porque el aroma añejo se ha convertido en química manipulación de
metasulfito y el olor a huevo podrido, característico de los compuestos
sulfurosos, me provoca la mueca y el rechazo. Corre el rumor de que no es uva
de la Sierra, azucarada y lenta, la que fermenta en algunas bodegas. Ha sido
sustituida por uva más barata, traída
de otras tierras. Con ella se redondea una cosecha espuria porque te engañan y
te hacen tragar por liebre olorosa la carne de un gato peleón y ácido. Hay
quien te avisa.
—Si
quieres beber buena pitarra —dicen—, tienes que dirigirte a alguien de
confianza. Sólo en las bodegas de los particulares, esos que cosechan el vino
seleccionado en pocas tinajas para uso familiar y doméstico, se encuentra el
vino de siempre.
Así que he dejado la pitarra y me dedico a la olorosa ingesta de Reservas y Crianzas con denominación de Origen.