Café, copa y puro. Constituían la tríada perfecta. Componían
la santísima trinidad de los acontecimientos familiares, pongamos bodas,
bautizos y cumpleaños. Establecían la tricromía visual de los anuncios
taurinos. Formaban el nacimiento trillizo de la amistad y de la relación
socialmente afectuosa. Pues nada. El puro ha pasado a mejor vida: quien lleva
un puro en la boca es como si llevase descaradamente la manifestación
indecorosa del cáncer. La copa está pasando a mejor vida, porque la vida de los
bares de copas supone, en opinión de los íntegros, un reducto de degeneración y
francachela en el que se alcanza, si acaso, la posesión de la desventura, abstracción quiróptera que aletea a las cinco de la madrugada. Es preferible copearse
en círculos amistosos y domiciliarios.
También quieren quedarnos sin café. Los vigilantes de la
playa mundial se han vestido de largo, el largo del luto y de la melancolía, y
aseguran que el café es muy peligroso porque crea adicción. Estos dietéticos
del Reino Unido no paran. No dicen nada del té, tan apropiado para la ceremonia
y la narrativa, sobre todo si se trata del té de las cinco. Pero quieren
cargarse el café. ¿Qué va a hacer el personal trabajador y administrativo si le
privan del café? ¿A dónde dirigir sus pasos entre nueve y once de la mañana si
dan la escapadita al bar y encuentran sellada la máquina del café? El personal
clínico y sanitario, médicos y médicas, enfermeras y enfermeros, auxiliares y
celadores y celadoras, ¿qué harán cuando llegue el día infausto en que no
puedan exprimir una gota de las cafeteras comunes, tan familiares en los
reservados de los pasillos hospitalarios? El café crea adicción. Peligrosísimo.
Esos científicos que de vez en cuando asoman la cabeza entre las páginas de
revistas especializadas, aseguran que el café puede llegar a convertir a
cualquiera en un ser digno de lástima, consumido por la cafeína, aletargado en
un centro de rehabilitación para toxicómanos.
La vida se volverá triste y vacía sin la emergencia eufórica
del café. Sin el café, los gobernantes se dedicarán a mandar (actividad
completamente distinta a la de gobernar) y a encargar encuestas de adicción.
Estoy seguro de que todos los adictos a la telefonía móvil (verdadera adicción
contra la que nadie se mete, miles, millones de aparatitos móviles que generan
miles, millones de euros diarios, bravo, que el gentío se aficione a los
mensajes de móvil, que el personal se convierta en toxicómano, ya lo es, de
tonos, de superbromas, de buzones, de nombrescolor, de besos, de graffitis, de
estrellas de la fama, de logoligas, de regalosdp siete, de sonoclips, de poemas
de amor y de corazones multicoloreados, una enjundiosa drogadicción al ocio
movil), estoy seguro, te decía, de que los adictos a la telefonía móvil no lo
serían si disfrutasen charlando alrededor de una taza de café. Pero los
gobernantes no consideran peligroso el enganche al móvil porque esta adicción
no genera gastos a la seguridad social. Al contrario, genera millones de
ingresos a las grandes compañías, lo que hace que suba el PIB y se extienda la
apariencia de que todo va bien. Sin embargo, el móvil no tiene sabor. Tiene
sonido y color, pero carece de olor y, sobre todo, de sabor. Los estudiosos de
la alimentación aseguran que en este siglo habrá a nuestra disposición en torno
a 250 sabores que, aunque desconocidos previamente, podrían formar parte de
nuestra dieta. Puede que sea así, nunca se sabe. Pero por mucho que aparezca el
AMP (adenosina monofosfato), bloqueante de los sabores amargos, jamás el
paladar humano podrá olvidar el regusto acibarado del café. Los medios de
comunicación aseguran que la vivienda nueva ha subido un 19 por ciento, la
mayor alza en 15 años. Sin embargo esa subida no es tan importante como la
adicción al café, porque el Gobierno, tan ciego de consumo y de hipotecas,
prefiere un fácil y engañoso bienestar económico al bienestar fisiológico del
café. Probablemente Andrés Trapiello saborea una taza de café cuando duda, se
sumerge en el recelo y la desconfianza ante «determinadas novedades literarias
o artísticas de moda, la última mierda comprada con dinero público para un
museo, el último montaje ‘deconstruido’ de una ópera de Mozart o la vitola de
ciertos éxitos de ‘prestige’ literarios».
¿Qué vamos a hacer sin la olorosa esencia del café? Nuestros
hijos, nuestros nietos quedarán reducidos a fría sustancia cibernética, aterida
de hombre cerebral y riguroso. Si 100 attosegundos durasen lo mismo que un
segundo, un minuto equivaldría a 14.000 millones de años, la edad calculada
para el universo. Refocilaciones así constituirán el aséptico sustituto del
café dentro de 40 años. No somos nadie.