Cosas. Un empresario soriano ofreció hace años la posibilidad de destrozar
ordenadores, televisores, coches y otros aparatos para combatir el estrés. Terapia
antiestrés a base de destruir. A falta de pan buenas son tortas. El coche
carraca que no soporta la ITV, el matusalénico televisor 240 windows 3.11, el
molinillo de café sin aspas, la impresora dinosáurica de 1 ppm son, entre
otros, objetos susceptibles de destrucción. Agarras el hacha y te dedicas ferozmente
al ejercicio de la devastación. Felicidad completa. Una sensación gratificante,
hecha de furia y azúcar, te recorre el espinazo y sueñas, siquiera por un
instante, que te has convertido en un ‘terminator’ doméstico, ferozmente
insaciable. Curado. Esa triste desgana que desmultiplica tus neuronas y te hace
considerar la vida como algo despreciable, incluso miserable y mezquino hasta
el punto, según los casos, de odiarla, esa desgana se convierte en satisfacción
y regocijo después del proceso destructivo al que has sometido tus
frustraciones. Porque no es más que eso. El naufragio psicológico contra el que
combates te ofrece una tabla de salvación: el martillazo. Es la vuelta al ser. Uno
sólo ‘es’ en la niñez. El niño destruye el juguete y permanece en la más
absoluta imperturbabilidad. El niño ‘sabe’ que el juguete es para ser
destruido, a pesar de la cansina oposición materna que lo sermonea y lo insta a
la conservación y al cuidado. Con el tiempo, la persona adquiere la categoría
adulta y, con ella, la frustración y el infortunio. El adulto es un ser
desencantado. Su destino es desear y no conseguir. La sociedad está montada
para excitar la persecución del deseo. Pocas veces (o, en todo caso, en
espacios de tiempo efímeros) se consigue lo que se desea. Por eso mismo el
deseo es permanente. Por eso mismo la persona cada vez se siente interiormente
más frustrada. Aparece el estrés, antesala de la depresión. «El sufrimiento
moral de la depresión es semejante a la idea del pozo profundo, húmedo y negro,
y además de noche», dijo un médico. Así que no hay más remedio que agarrarse al
martillazo, empuñar la marra y aliarse con la destrucción. La marra y el
martillo, supongo, no son más que utensilios para superar las carencias
interiores. Una sociedad empeñada en la laicización no tiene más remedio que
utilizar la destructoterapia como único referente, quizás, de interpretar la
realidad. El dolor, la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento de los
inocentes, la muerte, son hechos frustrantes que están ahí, a la vista, tan
cerca, y nadie sabe cómo interpretarlos. Las soluciones políticas no son
suficientes. Las soluciones humanas son inadecuadas. El mal, el odio, la
violencia, la competitividad, la envidia, la guerra, nos rodean y atrapan como una malla
maldita. El incendio de la sangre crispa las relaciones y tiende trampas
punzantes a la cotidianidad inmediata. El ser humano va negando poco a poco los
valores que le ayudan a interpretar la realidad de forma pacífica. El hecho
religioso, tan denostado actualmente, pretende precisamente ofrecer una
interpretación esperanzada de la realidad pero la mayoría lo considera, si
acaso, como un hecho cultural trasnochado. (Camus llamó suicidio del alma al
hecho de entregar el espíritu a una idea trascendente: alienación, dijo). A pesar de todo, muchos creyentes utilizan el
valor religioso para encontrar una justificación a la presencia del mal en el
mundo y salvarse. No para salvarse en
otra vida, que no sé, sino para salvarse en ésta. De la frustración, del
desasosiego y de la desesperanza. Mientras tanto, agarrémonos a la marra, por
si acaso, y destrocemos el ordenador y el móvil como terapia equilibrante, ya
que hemos arrojado al cubo de la basura el remedio espiritual de los valores.
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