lunes, 8 de mayo de 2017

EL DESTRUCTOTERAPEUTA



Cosas. Un empresario soriano ofreció hace años la posibilidad de destrozar ordenadores, televisores, coches y otros aparatos para combatir el estrés. Terapia antiestrés a base de destruir. A falta de pan buenas son tortas. El coche carraca que no soporta la ITV, el matusalénico televisor 240 windows 3.11, el molinillo de café sin aspas, la impresora dinosáurica de 1 ppm son, entre otros, objetos susceptibles de destrucción. Agarras el hacha y te dedicas ferozmente al ejercicio de la devastación. Felicidad completa. Una sensación gratificante, hecha de furia y azúcar, te recorre el espinazo y sueñas, siquiera por un instante, que te has convertido en un ‘terminator’ doméstico, ferozmente insaciable. Curado. Esa triste desgana que desmultiplica tus neuronas y te hace considerar la vida como algo despreciable, incluso miserable y mezquino hasta el punto, según los casos, de odiarla, esa desgana se convierte en satisfacción y regocijo después del proceso destructivo al que has sometido tus frustraciones. Porque no es más que eso. El naufragio psicológico contra el que combates te ofrece una tabla de salvación: el martillazo. Es la vuelta al ser. Uno sólo ‘es’ en la niñez. El niño destruye el juguete y permanece en la más absoluta imperturbabilidad. El niño ‘sabe’ que el juguete es para ser destruido, a pesar de la cansina oposición materna que lo sermonea y lo insta a la conservación y al cuidado. Con el tiempo, la persona adquiere la categoría adulta y, con ella, la frustración y el infortunio. El adulto es un ser desencantado. Su destino es desear y no conseguir. La sociedad está montada para excitar la persecución del deseo. Pocas veces (o, en todo caso, en espacios de tiempo efímeros) se consigue lo que se desea. Por eso mismo el deseo es permanente. Por eso mismo la persona cada vez se siente interiormente más frustrada. Aparece el estrés, antesala de la depresión. «El sufrimiento moral de la depresión es semejante a la idea del pozo profundo, húmedo y negro, y además de noche», dijo un médico. Así que no hay más remedio que agarrarse al martillazo,  empuñar la marra  y aliarse con la destrucción. La marra y el martillo, supongo, no son más que utensilios para superar las carencias interiores. Una sociedad empeñada en la laicización no tiene más remedio que utilizar la destructoterapia como único referente, quizás, de interpretar la realidad. El dolor, la enfermedad, la injusticia, el sufrimiento de los inocentes, la muerte, son hechos frustrantes que están ahí, a la vista, tan cerca, y nadie sabe cómo interpretarlos. Las soluciones políticas no son suficientes. Las soluciones humanas son inadecuadas. El mal, el odio, la violencia, la competitividad, la envidia, la guerra, nos rodean y atrapan como una malla maldita. El incendio de la sangre crispa las relaciones y tiende trampas punzantes a la cotidianidad inmediata. El ser humano va negando poco a poco los valores que le ayudan a interpretar la realidad de forma pacífica. El hecho religioso, tan denostado actualmente, pretende precisamente ofrecer una interpretación esperanzada de la realidad pero la mayoría lo considera, si acaso, como un hecho cultural trasnochado. (Camus llamó suicidio del alma al hecho de entregar el espíritu a una idea trascendente: alienación, dijo). A pesar de todo, muchos creyentes utilizan el valor religioso para encontrar una justificación a la presencia del mal en el mundo y  salvarse. No para salvarse en otra vida, que no sé, sino para salvarse en ésta. De la frustración, del desasosiego y de la desesperanza. Mientras tanto, agarrémonos a la marra, por si acaso, y destrocemos el ordenador y el móvil como terapia equilibrante, ya que hemos arrojado al cubo de la basura el remedio espiritual de los valores.

No hay comentarios:

Publicar un comentario