El poder. ¿Qué oscuro y desconocido impulso germina en el
interior de la persona hasta el punto de arrastrarla, aunque sea conflictivamente,
a conseguirlo? ¿De qué lóbrego, recóndito agujero les sube a algunos el ansia
incontrolada de poseerlo? Se menciona la palabra poder e inmediatamente se
piensa en el poder político. Y no es eso. Quiero referirme a la riada
turbulenta que irrumpe de vez en cuando dentro de todos y cada uno de los seres
humanos y los empuja hacia el poder. Puede tratarse de un poder utópico para
conseguir una sociedad utópica. Ahí están los falansterios de Charles Fourier y
sus intentos de transformar la sociedad a base de asociaciones de trabajadores
para liberarse del poder capitalista. O Etienne Cabet, que escribe su Viaje
a Icaria para demostrar que la propiedad privada, el dinero y el trabajo
pueden ser perfectamente planificados por la sociedad. Sin embargo, ni Fourier
ni Cabet llegaron muy lejos. Su ideal de igualdad, sin sometimiento a poder
alguno, fue ridiculizado por Engels, que les colocó el sambenito de
«socialistas utópicos». ¿Y todo por qué? Porque pretendían eliminar el poder y
establecer una sociedad igualitaria en la que nadie fuese más que otro. Utopía.
Imposibilidad práctica de llevar a efecto las buenas intenciones por
descontextualizar las acciones externas de los sentimientos interiores. En lo
más profundo y oscuro del ser humano asoma el poder su cabeza de víbora.
El poder. No se trata de dinero. El dinero vale para poco si
quien lo posee lo acumula para gastarlo en el Corte inglés. Lo tienen todo,
dice el gentío alucinado ante el destello deslumbrante de los 340.000 millones de euros de Amancio Ortega. No lo
tienen todo. Acumulan millones para conseguir poder. O para ampliar el poder. O para influir en el
poder. O para manipular a quienes ostentan, o detentan, quién sabe, otra clase
de poder. El poder político. Nadie sabe qué turbios impulsos se encienden en el
interior de las personas para ‘meterse’ a políticos. ¿El unte? No lo creo. Es
el poder, es el sentimiento incontrolado de percibir que los demás giran a su
alrededor, que pueden decidir sobre la hacienda de los demás, que pueden
permitirles construir una casa o exigirles que derriben el alero de una
esquina. Que pueden conceder subvenciones y colocar delante de un ordenador al
sobrino de una prima de su cuñado. El poder también inaugura carreteras, pone
primeras piedras y sale en la foto.
El
poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que
una cosa es predicar y otra dar trigo.