¡Qué vergüenza, Dios mío!, me dice un viejo conocido recién llegado de
uno de esos viajes que el Imserso organiza para los tercerasedades. ¿Qué pasa, le dije, que te hicieron empuñar el hacha para liberar tus
obsesiones con lo de la destructoterapia? Ojalá hubiera sido eso, respondió. Fue peor. En el aeropuerto. Nada,
que nos obligaron a sacar cuanto llevábamos en los bolsillos, en la bolsa y en
la maricona. Fue cruel. La hebilla de mi cinturón no hacía más que pitar y me
obligaron a quitármelo. Los pantalones se vinieron abajo (me los compré anchos
por la comodidad de los cataplines, ya sabes) y quedaron al aire unos calzoncillos decorados con pin up rojas, para la fantasía sexual,
me había dicho la parienta. ¡Qué fuerte!, le dije. El caso es que los calzoncillos, continuó, seguían pitando, y nada, los
cabrones, que me hicieron que me los bajara. ¿Cómo?, me sorprendí, no es posible, eres muy peludo. Fue posible, dijo, menos mal que a duras penas me cubrí las vergüenzas
con las palmas de las manos. Pero, qué coño sonaba en los calzoncillos, le pregunté. Pues ya ves, me dijo torciendo la boca, nos dio por entrar en una sex shop y cargamos con unos
preservativos musicales que yo escondía en el bolsillín interior de los
calzoncillos.
El chip de la musiquilla se confundía con el pudor escondido
en los pliegues de la turbación.
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