LA IGUALDAD
JUAN GARODRI
De chicos, cantábamos aquello de que estaba el señor don Gato sentadito en su tejado, muy tranquilo al sol que más calienta, y va y le vienen cartas de lejos por si quería casarse con una gatita blanca sobrina de un gato pardo, lo cual que le emociona de tal manera que, al segundo o tercer retozo, se cae del tejado. Y se parte siete costillas y el espinazo y el rabo. Y lo llevan a enterrar. Pero, mira tú por dónde, lo llevan a enterrar por la calle del pescado. Y ya se sabe que el olor del pescado es a los gatos lo que el olor de los votos es al político/a: una especie de viagra poderosamente regeneradora que convierte la eréctil disfunción política en eyaculante torrentera de promesas (ya se ha descubierto también la viagra femenina). De manera que, al olor de las sardinas, pues eso, el gato ha resucitado.
Y
empiezan a aparecer los efectos de la resurrección. (Quizá algunos/as no
estuvieran del todo muertos/as, quizá solo estuvieran aletargados/as en las
covachuelas oficiales con ese estado de hibernación que caracteriza a los osos
y a los ofidios). Los efectos, pues, se notan más que nada en el bar. Los
conciliábulos, las habladurías, los dimes y diretes, la ley de la oferta y la
demanda, el mercadeo, el mercachifleo, el prebendeo político abunda y sobrenada
por la superficie oleoginosa de las pretensiones representativas. También se
notan los efectos en la Prensa. Ya empiezan a aparecer listas. Ya andan los
políticos/as que pierden el culo elaborando listas para las municipales y
autonómicas. Y unos/as se mantienen en el macho y otros/as son borrados del
mapa. Y aparecen nuevos nombres y nuevos rostros. Los/las han convencido de que
son gente con “cartel”, con carisma (esa apropiación gratuita del término
teológico que se utiliza para designar a personas dotadas de cierta facilidad
para atraer a otras). Y van y se lo creen. Y juran, después, que todo lo hacen
por el pueblo. Popule meus, quid feci
tibi! grita Tomás Luis de Victoria en uno de sus Responsorios de Semana
Santa con esa sobrecogedora intensidad expresiva que caracteriza su polifonía
religiosa. Pobre pueblo, utilizado siempre como cabeza de turco para justificar
las aspiraciones, las ambiciones, las exigencias y las defecciones de los/las
políticos/as. Y tal vez sus deyecciones.
Hay
una novedad, sin embargo, progresista, europea y libre, en la actual confección
de listas: la igualdad. Y se habla de establecer una nueva “cota” de igualdad
femenina (supongo que se refiere al término topográfico que indica la altura de
un punto sobre otro: con lo cual el concepto de “cota” nunca puede coincidir
con el de igualdad). Y se afirma con énfasis ciceroniano que el número de
mujeres que integren las listas no debe ser inferior al cincuenta por ciento
del total. Y hasta Borrell ha llegado a comprometerse a que en un futuro
Gobierno suyo aparezca un 50 % de mujeres. ¡Qué bien! La cosa está pero que muy
bien. Ocurre, sin embargo, que contemplada la afirmación así, fuera de
contexto, aparece como sutilmente idiota. Porque vamos a ver. ¿Por qué no puede
llegar al setenta o al noventa por ciento el número de mujeres que aparezcan en
las listas? Puede ocurrir que en muchos municipios abunden los machos
domingueros, futboleros y cerveceros, por poner una aclaración, ejemplares de la fauna ibérica que no ven más
allá de sus narices y que, en contrapartida, la mayoría de las mujeres censadas
superen en inteligencia, en trabajo, en capacidad de gestión o de organización
a la mayoría de los hombres. Sin embargo, los mandamases locales no aceptan el
hecho de la palpable superioridad mujeril y dan de lado, con displicencia, a
las propuestas femeninas. Por el contrario, municipio habrá en que abunden
culebroneras y culifinas, más proclives a la pulsión consumópata o a la lectura
indiscriminada de la prensa rosa, por poner otra aclaración, que al cultivo
inteligente de la gestión organizadora y social. En este caso, ni el cincuenta,
ni el treinta, ni el veinte por ciento de mujeres deberían aparecer en las
listas. A ver si el personal, para huir precipitadamente de los efectos
seculares de la cultura machista, va y cae en la zanja de la pretensión
feminista. Y aunque lo políticamente correcto, que se dice, sea mitad y mitad,
pienso que lo municipal o lo autonómicamente correcto sería incluir en las listas
a las personas más cualificadas (sean mujeres, sean hombres) por su
inteligencia, su trabajo y su probada capacidad de actuación en favor de
todos.
Porque
lo que es cocer habas se cuecen en todas partes. Ahora mismo, va un grupo de
mujeres, en no sé qué pueblo de Cataluña, y organiza en un salón de propiedad
municipal un concurso de ensaladas. Desconozco los nombres y los ingredientes
utilizados para la mescolanza ensaladeril. Pero, además de poseer la incitación
a las delicias gastronómicas, las ensaladas debían de ocultar el secreto de una
exaltada posesión en el séptimo cielo de las delicias epidérmicas, supongo,
porque las mujeres largaron a la puta calle al incauto que se le ocurrió
sentarse en un banco del salón municipal para observar las femeninas
manipulaciones de las verduras. El acto estaba exclusivamente reservado a
mujeres. En el juzgado andan, creo.