Vi la otra noche la película o el reportaje o el documental o lo que
fuera de Orson Welles titulado Fraude,
y me acometió la duda de siempre sobre el arte y los artistas. ¿Quién juega con
nosotros en la cosa del arte? Porque, a mi parecer, hay quien juega con
nosotros. Esto del juego sería una cosa más o menos intrascendente, como todo
juego, siempre que no se mezclase con el asunto del dinero (como todo juego).
Pero desde el momento en que el arte se mezcla con la cosa del dinero, se acaba
el juego (o se incrementa el juego). Los miles de millones que anualmente mueve
el mundo del arte impulsan al engatuse del personal con la venta del humo
cromático que termina siendo un capichuli efímero. ¿Existe el arte, considerado
en sí mismo, o es el artista el que hace el arte? Algunas exposiciones, o
muchas, o varias, representan el juego del que se vale quien juega con
nosotros. Es un juego malévolo (malintencionado, hecho o dicho a mala leche), por
no decir perverso (que corrompe las costumbres o el orden y el estado habitual
de las cosas), en el que la idea de la apariencia intelectual, rompedoramente
intelectual, es decir, la idea progreta del arte, se impone a base de
ignorancias contundentes. ¿El arte es arte o sólo es arte la obra que realiza
un determinado artista, siempre famoso, naturalmente? ¿El arte es arte aún en
la oscuridad del anonimato o sólo es arte la obra aplaudida en los medios de
difusión por los críticos de arte? ¿La obra es obra de arte porque la ha creado
tal artista y no lo es si su creador
es un tip(ej)o desconocido? Pongamos el caso de un falsificador avezado que le
vendió un supuesto cuadro de Pieter Brueghel a un tío abuelo mío, por parte de
padre. Los herederos quieren venderlo porque prefieren un chalet en Oropesa de
Mar antes que contemplar diariamente el claroscuro infernal del cuadro. Tres
millones de euros que iban a caer llovidos de los pinceles del pintor flamenco.
Y eso si no eran más, porque una obra de arte perteneciente a la escuela de los
Brueghel tiene un valor incalculaaable. Así que fue el tío (el falsificador) y
reprodujo con asombrosa exactitud milimétrica el cuadro de Brueghel, la misma
técnica, la misma maestría en la realización de una escena obsesiva y
diabólica. Pues nada. Va, a su vez, la crítica especializada y utilizando los
medios técnicos actuales digitales y electrónicos, concluye que el cuadro es falso. Fue pintado,
probablemente, por un tip(ejo) que no lo conoce ni la madre que lo acunó. Pregunta
analfabeta: ¿Por qué el cuadro de Brueghel es una obra de arte con un valor incalculaaaable
y la reproducción que compró en tiempos de Canalejas mi tío abuelo no es obra
de arte y lo timaron? Respuesta: porque la obra de arte sale del nombre del
artista (famoso), de manera que el desconocido ni es artista ni nada y, por
tanto, la obra que el desconocido crea no vale un pimiento.
Gregorio de Nisa escribió, allá por el siglo IV, cosas interesantes sobre
el arte, y un buen día va y se pregunta que de dónde viene la forma. Y concluye
una obviedad (según mi amigo el pelopollas enterado), porque dice que en las obras de los
artistas el material es formado por la representación y después manipulado por
decisión del artista. “Primero se desarrolla la actividad interna en la mente y
después se materializa en la forma externa”. Si esto es así, tan artístico es
un cuadro de mi tío Eufrasio como uno de Botero.
Conclusión: ¿Por qué un cuadro atiborrado de pintura a espátula sobre el
que han arrojado un puñado de arenilla (Composición II, dice el catálogo) se
considera una obra de arte y se desprecia la pintura del ama de casa que asiste
a manualidades en aulas de EPA? Autor famoso (proporciona pasta abundante) versus autor desconocido (no genera ni
un euro). Ese es el asunto. O lo que es lo mismo: hoy no se considera el valor
propio de la obra sino el nombre del artista.