lunes, 10 de diciembre de 2018

MANDA NARICES, IMBÉCIL


Con este mismo título recibí un correo electrónico con la fotografía adjunta de un cartel, patrocinado por algunas instituciones públicas, en el que podía leerse lo siguiente: «Soy puta, soy negro, soy marica, soy moro, soy sudaca, soy mujer. El diferente eres tú, imbécil». Cada atribución escrita en letras capitales, cada atribución colocada la una debajo de la otra, en tinta negra, excepto la última, la que somos tú y yo, escrita en tinta roja: «Imbécil». El letrero, bien enmarcado, acristalado y colocado en plaza pública aparecía en las calles de Gijón.
Juro ante el altar de Hércules que no ataco a las putas, que no persigo a los negros, que no acoso a los maricas, que no huyo de los moros, que no menosprecio a los sudacas y que no desprecio a las mujeres. Juro así mismo que, si pudiera, le untaría la mente con excrementos al bien pensante político de Gijón que ha autorizado la exposición pública de semejante tergiversación léxica, como menos. Porque la mala leche enumerativa del tipo (o tipa) del letrero pretende significar que millones de hombres (españoles) somos imbéciles porque no tenemos pinta de puta ni de negro ni de marica ni de sudaca ni de mujer.
Llevar las cosas a esos extremos de división antropológica y social es excesivo. Cada alma tiene su almario y constituye una estupidez actitudinal despreciar por imbéciles a quienes no comulgan con las ruedas de molino de los molineros de turno. Uno puede ser antimarica (es la palabra del letrero), llegado el caso, y no ser imbécil. No necesariamente son imbéciles todos los “anti” que pueblan los carrefoures y mercadonas. Quienes a su vez, por la misma lógica, podrían llamar imbéciles a putas, negros, maricas, moros, sudacas y mujeres.
Otra interpretación. Puede que el letrero posea una intención benefactora latente, de forma que pretenda acusar a muchos de misoginia, de homofobia o de xenofobia, y esa pretensión la exponga con la dureza del cartel. Con lo cual todos aquellos que no sean misóginos ni homófobos ni xenófobos no tendrían que darse por aludidos ante el palabro que los denomina como cualitativamente imbéciles. O sea, que el letrero va dirigido solo a los imbéciles.


miércoles, 21 de noviembre de 2018

COTILLAS MULTIEXPERTOS (TERTULIAS Y OTRAS ASNADAS TV)


COTILLAS  MULTIEXPERTOS
JUAN  GARODRI


El título me lo ha sugerido (valga la catáfora) un amigo mientras tomábamos unas cañas en el Candilejas. Comentaba con cierta irritación el tono multicultural que adoptan los tertulianos de televisión, expertos en todo y eruditos en nada. Más que expertos son “informados”, personas que poseen una vasta información, de lo que resulta que, si no han digerido convenientemente los kilos de alimentación informativa, regurgitan eructos desatinados y fétidos. Todo el mundo sabe que una cantidad determinada de información, por muy grande que sea, no convierte en formación las neuronas del receptor. Puede darse el caso de alguien ‘muy informado’ y amanecer, sin embargo, bastante deformado, mentalmente se entiende, hecha la picha conceptual un lío, con más nudos que el ovillo de Ariadna. Naturalmente: hablamos de tertulias serias. Porque si nos refiriésemos (que también) a las tertulias de sobremesa o antemesa, o cuando se emitan, a media tarde, a media noche, no sé, si nos refiriésemos a esas reuniones, no podríamos denominarlas con el honroso nombre de tertulias, sino con el de “grillitertulias” o “tertuliollas” porque, ya desde el principio, se convierten en una gigantesca olla de grillos en la que todos mueven simultáneamente los élitros de la sapiencia (‘su’ información de buena tinta), actitud que convierte las palabras en una algarabía insoportable e ininteligible. La desmesura de los grillitertulianos no consiste precisamente en la mezcolanza del vocerío unipersonal sino en la conducta prepotente que adopta el grillitertulio, convencido de que está en posesión de una verdad extrañamente absoluta, tanto más verdadera cuanto que es la suya, convencimiento que muestra a las claras con el arqueo cabreado de las cejas, el torcimiento despectivo de los labios y la elevación crispada del tono de la voz. Todo un espectáculo. Un espectáculo provechoso porque induce al espectador, sin duda, a no adoptar jamás, por barriobajeros e inaceptables, los modos de comportamiento que contempla en la pantalla. Podemos concluir, pues, que las tertuliollas ejercen una labor moralizante puesto que el espectador, seguro, abominará de aquello que ve y no lo pondrá en práctica jamás. Algo así ocurre en el Libro de Buen Amor, dije yo. Y mi amigo me miró sorprendido. Sí, continué: el astuto y picarón Arcipreste de Hita justifica en el prólogo de la obra las “obscenidades” que describirá a lo largo de ella con el cuento de que las expone para que el lector las considere pecaminosas, las rechace y se incline a lo contrario: seguir el camino recto que conduce al Buen Amor (de Dios). De igual manera, el espectador de las grillitertulias sale de ellas con el ánimo reforzado, henchido de buenos propósitos. Jamás adoptará actitudes burdas y chabacanas como las que acaba de ver. Todo lo contrario, se convertirá a partir de ese momento en ciudadano probo dispuesto a la solidaridad, al mutuo respeto, a la aceptación de la verdad ajena y a la colaboración con el Ayuntamiento en el engrandecimiento de la conciencia cívica. Que no es poco. Los espectadores, en cambio, de las tertulias serias salen de ellas cabizbajos, convencidos de que la sociedad anda patas arriba y de que el futuro es negro como boca de pozo petrolífero. Causas, las expuestas por los tertulianos serios: el déficit público, la subida imparable de los carburantes, el calentamiento peligrosísimo de la tierra, el paro que no cesa, las incurables y resentidas heridas de los políticos, la violencia de género (que tampoco cesa), la insoportable desfachatez del independentismo   y la coleta de Pablo Iglesias.
Chuchi nos sirvió la espuela, nos palmeamos la espalda y nos fuimos a comer tan contentos.


lunes, 12 de noviembre de 2018

LA (IN)FELICIDAD DE LOS VIAJES


MASOCAS
JUAN  GARODRI

 (Publicado en HOY el 1 de agosto de 2004)

Siempre me ha sorprendido la felicidad que dicen que proporcionan los viajes. Me refiero a estas alturas. Hace veinticinco años, o más, yo era el más feliz de los mortales cada vez que salía de viaje. Recorrí parte de España, Portugal y Francia con una mochila a las espaldas —el autostop era un medio seguro para llegar a cualquier parte—, tomé por hotel las estaciones ferroviarias o las de autobuses, y me alimenté de pan, sardinas y tomates. Era la ilusión de la libertad. Libertad en estado puro. Ahora la libertad ha perdido su pureza, como las aguas y las costumbres, y casi todo adquiere el tono mediático de la inmediatez y la desesperanza.
Han sido unos días felices. Los días de los viajes son felices. No hay mayor felicidad que la que proporciona un viaje. Sobre todo si es un viaje al extranjero. Ya se sabe, esos viajes de los que podamos hablar al regreso mientras se magnifica la piedra, la cultura eslava y los ojos entre azul y acuosos de las nativas. El viaje es, al mismo tiempo, la exaltación de uno mismo, el arrebato férvido de la propia pequeñez geográfica. En realidad, no se va de viaje a enaltecer la piedra ajena o el rostro más o menos virginal de las muchachas: se va de viaje a conquistar terrenos interiores. El viaje al extranjero desarrolla la autoestima y alarga la limitación individual. Y no digamos si el viaje es uno de los que el gentío realiza más allá del extranjero. Porque te largas más allá del extranjero y olvidas el olor de España. No es una decisión malintencionada y perversa. El hecho de olvidar el olor de España no obedece a maldad antipatrióticamente enconada. Obedece más bien al inocente subidón de lejanía y separación que sufre cualquiera cuando pretende alejarse de la casa paterna. Y el gentío emprende el viaje. No voy a narrarlo con la pormenorización  con la que Arthur Gordon Pym, de Nantucket, se dispuso a contar el motín a bordo del “Grampus”, entre otras cosas porque el relato  «representa un fracaso de la mayoría de los principios y aun de las facultades creadoras de Poe» (Cortázar), pero sí voy a contarlo con la alegría inconmensurable con la que casi todo el mundo se lanza a la aventura viajera. La gente es nadie si no viaja. Sólo el viaje supone la ruptura de la monotonía, ese espejo que te devuelve a diario la insoportable repetición de las desavenencias. Sólo el viaje te ofrece la libertad de las aves y los barcos, la perspectiva probable de una huída hacia el exterior de uno mismo, la superación del petardo diario que constituye la relación social, el avasallamiento de la propia contingencia. Así que la gente se decide al conocimiento. Porque previamente tiene que conocer la deslumbrante relación que expelen las agencias de viaje. El que viaja es feliz.
Miles, millones de personas se consagran a expandir la radiante cualidad del predicado: el que viaja es feliz. Ocurre, sin embargo, que la felicidad se atribuye al hecho de viajar, al medio con el que se viaja y a la lejanía del punto de destino, no a la interioridad de la persona que viaja. De lo que se deduce que la llegada al aeropuerto de Barajas, por ejemplo, debería producir en el viajero una satisfacción equiparable a la complacencia. Todo lo contrario. Dejamos el coche en el parking y arrastramos la maleta hasta la terminal. Nunca habíamos comparado la maleta con un muerto. Ahora sí. Era como si arrastrásemos un muerto pesadísismo con dos ruedecitas en lugar de pies. Pero un muerto. Después de sortear el caos absoluto que delimitan la agitación y los carritos, logramos identificar las ventanillas 13 y 14, justo las señaladas por nuestra agencia para la facturación. Hicimos fila. Y era de ver la fluidez con que avanzaban los viajeros de la fila de al lado y el plomo que inexplicablemente se había adherido a la suela de nuestros zapatos: nos había tocado en suerte la tonta del aeropuerto. Los viajeros vecinos avanzaban cada tres minutos; nosotros, cada doce. Una hora y cuarenta y cinco minutos permanecimos en la fila. Nuestra desesperación se acrecentaba a medida que las maletas ajenas eran engullidas tras su facturación mientras las nuestras permanecían inmóviles. Diez minutos faltaban para embarcar. Corrimos como locos a través de pasillos y controles. Con el aliento aniquilado logramos llegar finalmente junto al autocar que nos trasladaría al avión de las líneas checas. La llegada a Praga fue esquizofrénica. Por alguna razón incognoscible nos agruparon como a ovejas hasta la llegada del autocar. Arrastre de muertos-maletas y embarque hasta el hotel. Felicidad: nuestro hotel, situado en la periferia, en un lugar tranquilo, era el último del recorrido. Nada hay más execrable que un hotel situado en un lugar tranquilo. El autocar iba depositando tres turistas acá, cinco allá, siete acullá. Recorrimos Praga La Nuit (desconozco cómo se dice en checo) dos o tres veces. A la 1’35 de la madrugada llegamos a nuestro hotel. No teníamos rodillas, piernas ni riñones. En perfecto estado, se entiende. Tampoco teníamos cena. Después de tres cuartos de hora de agria discusión en un inglés perfectamente dudoso, conseguimos una bolsa de plástico con un tomate, una manzana, un pedazo de queso y un yogur. El agua del grifo de la habitación era potable.
Excedería los límites de este artículo enumerar las infelicidades que nos hicieron felices en Praga, en Viena, en Budapest. Palizas consentidamente asesinas. A pesar de la desintegración de las rodillas, del aplanamiento de los pies y de las 0’50 que en todas partes cobraban por mear, las seis o siete horas diarias de caminata eran pan comido. Ahora, eso sí, piedras vimos un montón y palacios y castillos y parlamentos y hoteles de seis estrellas y parques y jardines y hasta el palacio de Sissi con su camita y todo y el váter en el que se encerraba para hacer pipí. También nos permitimos el lujo de pasear en barco por el Danubio, en Budapest, y cenar a la luz de las velas bajo la eufonía herida de los violines. Y un colega al que no veía hace veinte años pues allí estaba, que el mundo es un pañuelo, coño, me dijo. “Praga mejor que Viena, ¿verdad?”. Le respondí que no, que Viena me había deslumbrado. “Pero qué dices”, se sorprendió, “si en los semáforos de Viena sólo se ven mercedes, audis y bemeuves, qué asco”.
A pesar de los huesos molidos, ha sido un viaje feliz. Diez días sin periódicos. El tufo a farsa (Comisión 11-M) que se extiende por todo el territorio nacional es más intenso que el olor de la sopa de frutas húngara. Otra vez el (d)olor de España.


viernes, 26 de octubre de 2018

¿PROGRESO O PROGRETURA?


DONDE DICEN PROGRESO YO DIGO PROGRETURA

¡Qué bien queda hablar de progreso! Y hasta hay quien se considera culto, importante y muy actualizado porque arroja la palabra «progreso» como un arma cortante en su defensa personal. Sin embargo, la idea del progreso es vieja. Tan vieja como las ideas. Cuando decimos que las ideas gobiernan el mundo o que ejercen un poder decisivo en la Historia, pensamos generalmente en dos grupos de ideas:  el primer grupo reúne aquellas ideas cuya realización depende de la voluntad humana, como la libertad, la tolerancia o la igualdad social, por ejemplo. A lo largo de los tiempos, estas ideas han sido (y son) objeto de aprobación o de rechazo según se consideren buenas o malas (útiles o inútiles para colmar las aspiraciones humanas), y no por ser verdaderas o falsas. El segundo grupo de ideas puede tener importancia en la determinación de la conducta humana y, sin embargo, no dependen de la voluntad del hombre. Son ideas referentes a los misterios de la vida, el Destino, la Providencia, la inmortalidad personal. Estas ideas pueden actuar de manera importante sobre las formas de desarrollo social y son aprobadas o rechazadas no por su utilidad o perjudicialidad sino porque se las supone verdaderas o falsas. Los regímenes absolutistas y dictatoriales siempre han gobernado manipulando el ventilador ideológico a través de ideas supuestamente verdaderas para imponerlas, o falsas para rechazarlas, aunque su veracidad o falsedad fuese impuesta por decreto. Los gobiernos democráticos (ojo, tampoco hay que echar las campanas al vuelo, tampoco es oro, ni siquiera plata, ni siquiera bronce ¿latón, quizá? todo lo que reluce en democracia) los gobiernos democráticos, decía, difunden su calendario ideológico a través de ideas supuestamente útiles o inútiles para conseguir el bienestar social, sin plantearse el hecho de que sean verdaderas o falsas. Y se hace consistir en ello el progreso.
Mientras Platón y otros brillantes cerebros postsocráticos estaban ocupados en los problemas del universo, los hombres podían mejorar la construcción de barcos o inventar nuevas demostraciones geométricas, pero su ciencia hizo poco o nada para transformar las condiciones de vida. Si lo comparamos con la actualidad, se aprecia una similitud sorprendente. La ciencia y la técnica han alcanzado niveles insospechados, pero poco o nada se hace para transformar las condiciones de vida. Ya sé que alguien me acusará de sonsonete demagógico, pero así y todo, ¿qué progreso supone la sofisticación de armamento bélico o la gigantesca proliferación de medios y redes sociales o la comprobación de las radiaciones de Marte, por poner unos ejemplos, cuando millones de seres humanos mueren de hambre o son oprimidos y humillados? ¿Qué progreso es éste en cuyo nombre se enriquecen los fabricantes de armas, se incrusta la tontuna en el cerebro del gentío para que ceda a la pulsión consumópata y se adormece al personal con cutrerías insoportablemente televisivas? ¿Qué progreso éste en el que cualquier chichirimundi se hace político, generalmente para espantar sus obsesiones y conseguir sus pretensiones, como si la política fuese un medro (material o psicológico) en lugar de un servicio a la comunidad? Es un concepto del progreso basado en acontecimientos episódicos. Sin embargo, el progreso, como tal, se asienta en dos elementos inseparables: la conjunción absoluta del avance científico o tecnológico y la cultura. Si se separan, ya no hay progreso. Aparece entonces la «Progretura», una especie de refrito entre progreso y cultura, más grotesco que maloliente. La progretura produce ejemplares típicos y pintorescos. El representante genuino de la ‘progretura’ es el «progreta», esa especie de cachas de la ignominia que piensa que es más progresista que nadie porque afirma, según parece, que la estética de lo sucio, la violencia y la permisividad indiscriminada constituyen el signo lúcido del progreso. Y dónde dejas al progreta político, esa especie de cachas de la estulticia que se dedica a la caza del voto en un ejercicio depredador y cínico de cinegética democrática, para olvidar la voluntad popular al día siguiente de las elecciones, concentrado en el ejercicio gratificante del acoso y derribo del contrario, como si la acción de gobierno consistiese en unas tientas de novillos vitorinos en Monteviejo. Progretura, ya digo.
En cualquier acción de progreso, no puede olvidarse la cultura.  La cultura no consiste en saber mucho. La cultura consiste en poseer el mayor número de referentes conceptuales para interpretar la realidad de forma humanamente lúcida. El progreta posee tres referentes conceptuales o cinco o diez y aunque técnicamente esté bien formado (domina la navegación cibernética y conoce las triquiñuelas electrónicas y técnicas, por ejemplo) interpreta la realidad de manera raquítica, uniforme y única. El progresista, por el contrario, además de estar al día en los avances técnicos y científicos, ha adquirido cincuenta o setenta o cien o mil referentes conceptuales que le ayudan a una interpretación generosa, pluriforme y flexible de la realidad. El progresista realiza la acción de conjuntar ciencia, tecnología y cultura: la ciencia y la tecnología, para progresar en la posible solución de las deficiencias humanas; la cultura, para defenderse del asedio al que es sometido diariamente por los lavacerebros y otros lepidópteros de la fauna urbana . El progreta, en cambio, piensa que con sólo la ciencia y la tecnología se encarama uno en la cima del progreso. Esta actitud entraña un peligro subliminal y constante: el de encontrarse indefenso ante la continua agresión con que lo bombardea la publicidad (millonariamente técnica y científica) y la información mediática, halagándolo y haciéndole creer que la tiene lisa porque de vez en cuando se la embadurna de modernidad y de progreso. Y el tipo va y se lo cree. No dispone de los referentes necesarios para montar su propia defensa. Es la riada de la progretura. Los cráneos privilegiados que dirigen los destinos de los hombres, rellenan al personal de tecnología y de ciencia para asustar a los patanes. Buenos técnicos, pero ciudadanos incultos. Tal vez ahí es donde subyace la perversidad del sistema porque se me ocurre pensar que un hombre inculto es más fácilmente manipulable, por no decir más fácilmente gobernable, por muy buen técnico que sea. Además de  proporcionar una futura mano de obra cualificada y tal vez barata. Así que la progretura lucha con ahinco para atontecer al personal. Se vale del poderío mediático y de la extensión del horterismo. Hay que esterilizar las ideas. Hay que tirar a repañinas preservativos ideológicos para que el gentío no piense. Un hombre solamente es peligroso cuando desarrolla reflexivamente su capacidad de pensar.
En fin, el progreta se considera progresista (no quiere decir que lo sea) por el simple hecho de vivir en el segundo milenio, inmerso en el oleaje del consumismo, en la trampa de la sedicente libertad y en el coro sabihondo del monorraíl mental. Así lo creyó hace más de doscientos años el Abbé de Saint-Pierre, ilusionado con una idea del progreso utilitaristamente prohumana. Llegó a afirmar que monumentos artísticos como Notre Dame tenían menos valor que un puente o una carretera. La historia no le ha hecho ni puñetero caso.


jueves, 25 de octubre de 2018

UN CAMINO PARA LA CREACIÓN




ALBA PLATA, UN CAMINO PARA LA CREACIÓN

En el mes de marzo del año 2003, Machaco y yo (él como escultor, yo como escritor) fuimos invitados a un viaje cultural desde Mérida a Hervás y se hacían paradas en lugares representativos de la cultura extremeña. En aquel entonces, escribí para el HOY los siguientes alejandrinos:


Ab Emerita Asturicam. La Ruta de la Plata.
A quince día de marzo del año dos mil tres.
En autobús, viajamos artistas y escritores
(que somos eso, dicen,) para espantar el tedio
de nuestra Extremadura, tan amada y tan vieja.
Acompaño a Machaco, que pinta caracoles
y esculpe minotauros y toros y doncellas
perdidas en la inquieta rectitud de las líneas.
Yo escribo cuatro cosas en el HOY, los domingos,
y por eso me invitan al autobús que surca
la Ruta de la Plata como un velero cómodo
de la tecnología. Escritores y artistas,
dicen que somos eso, enfrentados al brillo
de la inmortalidad. Las piedras derruidas
de Alconétar y Cáparra nos ponen en el sitio
que ya nos corresponde: la ruina que alimenta
venas y petulancias de jardines de agosto.
Recuerdo, en consecuencia, sin heridas a nadie,
que el tiempo desconoce, con su conocimiento,
que escritores y artistas, eso dicen que somos,
poseeremos la noche y no seremos nada.

Juan Garodri

                            



jueves, 18 de octubre de 2018

OH, LA TELE Y EL MIEDO


OH, LA TELE


Si tiene usted las agallas que hay que tener para tragarse un telediario completo, habrá advertido que las intenciones de quienes nos ‘echan’ las noticias (que son la alfalfa del borreguío televidente) persiguen, a mi parecer, un fin: que el gentío tiemble de miedo. Un 40 % de la información expone a diario tragedias, asesinatos, maltrato físico, violencia de género, accidentes de tráfico, devastaciones climatológicas, dolor y muerte. El 60 % restante se divide entre deportes, política económica y publicidad.
Michael Moore, el del documental “Bowling for Columbine” que hizo tanta pupa, dijo que los medios procuran que tengamos miedo. «Animo a la gente a que apague la tele porque nos están triturando el cerebro». Apagar la tele. ¿Y entonces? Hablar o leer. Hablar con la familia resulta fastidioso porque hoy no se habla, se discute. Mejor ver la tele. Leer es insoportable. Un aburrimiento pertinaz que carga la vista e hincha la cabeza. La lectura es para los letraheridos. Mejor ver la tele. Y el gentío se distrae zapeando. Más miedo. Los programas matutinos, orlados de atractiva publicidad doméstica, meten el miedo en el cuerpo con la cosa del colesterol, la hipertensión, los ácidos biliares y la celulitis. Los programas vespertinos exponen las lágrimas de la señora que ha perdido a su hijo, o que se le ha inundado la casa, o que padece cáncer de colon, o que se ve obligada a subsistir con 327 euros, o que ha sufrido un atraco, o que han violado a su hija. Y así. Ese cúmulo de desgracias, esparcidas por los espacios televisivos como quien esparce abono, eleva la adrenalina y produce una honda satisfacción contradictoria, el hallazgo del gusto en la desgracia. No, mister Moore. El gentío no tiene el cerebro triturado por la tele. El gentío disfruta con la tele, su tabla de salvación. Dadme un punto de apoyo y moveré el mundo, dijo Arquímedes. La tele. El punto de apoyo.

lunes, 15 de octubre de 2018

¿JUSTICIA O JUECES?


¿JUSTICIA O JUECES?

Algunos filósofos aseguran que Bolzano es uno de los pensadores más originales e independientes del siglo XIX. Se asentó en la filosofía de la objetividad y no tragó ruedas de molino echadas a rodar por Kant, Fichte, Schelling o Hegel. Dedicado a pensar, pensó: ¿No los entendía por propia incapacidad o porque ellos, los filósofos, no filosofaban objetivamente?
Me aplico el cuento: ¿No entiendo a los jueces por sus decisiones o por mi incapacidad para entenderlos? ¿Justicia o Jueces? Tomo unas líneas de Leibniz: «La Justicia no depende, en manera alguna, de las caprichosas leyes del gobernante». O sea, que en el siglo XVII ya se cocían habas como melones, porque Leibniz no se achanta, y prosigue, «una sociedad en la que el llamado Derecho no es otra cosa que desfogue del poder, es una sociedad de bandidos». Muy fuerte.
El gentío está hasta los mismísimos a causa de los fallos de la Justicia ¿o de los Jueces? El diccionario de la RAE  coloca 12 acepciones para expresar qué es la Justicia. Aquí me refiero a la número 6: Poder Judicial. La Justicia es una abstracción lógica que, como otras entidades abstractas, carece de límites reales. Porque nadie, que yo sepa, ha visto a la justicia (poder judicial) sentada al sol. La Justicia es un escape para no hablar de los jueces. ¿Por qué decimos Justicia cuando quieren decir Jueces? (Por qué lo llaman amor cuando quieren decir sexo, recuerden).
La prensa actual abunda en estas ideas. El 82 % cree que se debería imponer la cadena perpetua con revisión para delitos graves. Tenemos un código penal desfasado y  hay que actualizarlo. El código penal es muchas veces papel mojado porque no garantiza el cumplimiento real de las penas. Ni con la doctrina Parot. Un sistema que permite rebajar la pena prácticamente a la mitad por trabajos o estudios realizados en la cárcel puede parecer progresista pero no parece justo.
La cosa está que arde y el gentío quemado. En el Estado de Derecho hay demasiados resquicios para la impunidad. (Excepto si te cazan sin carnet de conducir).


miércoles, 10 de octubre de 2018

BELLEZA


BELLEZA

No pienses, lector conspicuo, que me ha dado el subidón estético. Ya lo han hecho otros, en todos los tiempos. Desde Platón (en su «Hipias mayor»), se ha planteado la pregunta de qué es lo bello. Y Platón, con todo su socratismo a cuestas, fue incapaz de responderla. Gorki pensó que en la naturaleza no hay belleza porque la belleza es algo creado por el ser humano. La naturaleza presenta una belleza real, no representa una conceptualización de la belleza. Lo bello es objetivo e independiente de la conciencia humana. Lo que depende del ser humano es la valoración de ‘esa’ belleza. Y puestos ya a citar, en plan erudito fagotizador, pues coloco en el cazo a Brecht que negaba la existencia de la belleza artística, y también de la fealdad, y así protegía su estética marxista y, al mismo tiempo, se curaba en salud para que los tomatazos de McCarthy no tiraran de la silla el desorden ininteligible de un mundo donde todas las relaciones son falsas.
Esa falsedad de las relaciones sociales (socializar, se dice hoy) es elevada actualmente a la enésima potencia por los grandes distribuidores de la belleza. Se equipara belleza a juventud. Solamente eres bella si pareces joven. No se expone la ecuación juventud igual a belleza, o al revés, lo cual que siempre ha sido así, lean ustedes si no los famosos sonetos de Garcilaso o de Góngora sobre el tema, sino que las multinacionales de la crema pretenden que la mujer siempre parezca bella, aunque no lo sea, que parezca joven aunque no sea joven. Las revistas de moda, salud y belleza insisten en la publicidad de cremas antiarrugas, de cremas reafirmante, hidratantes y protectoras de la piel, de cremas tonificantes y recuperadoras de la elasticidad de la piel, de cremas que proporcionan agradable sensación de bienestar en la piel, aplanadoras para el vientre y aparatos vibrotécnicos. Se utiliza la cirugía estética para realzar los senos, resaltar los labios y eliminar la celulitis. Es la suplantación de la belleza. Hay una apariencia de belleza. No hay belleza.
Y van ahora los científicos del CSIC y presentan un complemento alimenticio natural (un elixir de la juventud), que concentra en una cápsula los beneficios de la ingesta de 45 kilos de uva tinta. Lo cual que eliminaría el riesgo de accidentes cardiovasculares.
Increíble. Sanos y bellos hasta la muerte.

lunes, 1 de octubre de 2018

RECETARIO


La crisis ha desesperado  a muchos. La información diaria de los medios nos tiene al día de estrecheces  y desesperaciones. Hay otros, sin embargo, que se lo pasan de pura madre para arriba, según puede apreciarse si bien se examina la multitudinaria afluencia de espectadores a los campos de fútbol, cientos de miles de entradas para contemplar los partidos, para gritar en los estadios, para ciscarse en la madre de todos los árbitros, para desahogar tanta desesperanza. De dónde sale tanto euro, si es cierto que España ni siquiera puede pagar desahogadamente las pensiones o que está al borde del colapso, o que estamos en las últimas, coño, pues yo no veo que estemos en las últimas, me dice el colega, mira la barra atestada de clientes dándole a la caña y a la tapa, si no hubiera un euro en el bolsillo no habría una copa de Ribera en el mostrador, no me jodas, la crisis la sufre un 30 por ciento, o menos, los demás siguen como si tal cosa, en el fútbol, en el bar, en el viaje fin de semana o puentes a la casa rural, a la playa, a la montaña, al ocio y al yantar, aunque sea rústico de mediana rusticidad. Ahí está la madre del cordero lechal, apunta otro, el gentío busca la evasión, al precio que sea, ahora a precio más bajo, pero la busca, y huye a todo meter de sus aprensiones y desesperanzas. Ahí, ahí, retruca un enterado, la gente huye porque no piensa, le da miedo pensar. Al gentío le suena lejos lo de las pensiones. O que las TV públicas gastan el doble de lo que se pueda ahorrar con la congelación de las pensiones. Miedo al pensamiento, grave desajuste personal de nuestro siglo. Hablas como Larra, le espeta el ilustrado, miedo al pensamiento lo ha padecido siempre el gentío porque se agarra a lo que piensan otros, y el partido político le ofrece su recetario, y el canal de derechas le ofrece su recetario, y el de izquierdas le ofrece su recetario, y el religioso le ofrece su recetario. Recetario de ideas. Así que el gentío no piensa, acepta el pensamiento que le ha encajado el experto en receta de ideas para que se alimente de ellas, las caliente, las cocine, las deguste y las extienda como propias. Y así.








jueves, 27 de septiembre de 2018

CULTURA


(IN)CULTURA
JUAN  GARODRI


Suele ocurrir en estos tiempos de cultura prefabricada y de información manipulada (que equivale a decir tiempos de incultura) que, cuando a los medios de comunicación se les ocurre exponer un tema cultural o político, el gentío sale pitando y prefiere la cerveza a las disertaciones. El gentío, el pueblo, los ciudadanos.
El gentío es inocente, ya saben ustedes, con la inocencia del pueblo que es como antes se le llamaba, “el pueblo”, sustituido ahora por la rimbombancia semántica de ciudadanos, pertenecientes a una categoría abstracta denominada “ciudadanía”, porque el término ciudadanía se aproxima más devotamente a la idea de república, se  acerca más al concepto emancipador de revolución, se aplica más al pensamiento histórico de progreso. En cambio el pueblo, lo que se dice “el pueblo”, conlleva una idea agreste y rudimentaria de terruño y camisa sudada, en contradicción precisa con la electrónica, la ley de protección asistida y la libertad de elección sexual. Tanto es así, que es raro escuchar de labios políticos, o de boca progreta, aserciones tan arriesgadas como, por ejemplo, ‘el pueblo español prefiere el proceso de paz’. Ni hablar. De pueblo español, nada. Es el ciudadano de este país quien prefiere el proceso de paz. Son los ciudadanos quienes prefieren el proceso de paz. Que esa es otra. Oyes al señor Sánchez, con su cara de maestro de ceremonias, y va el tío y dice que el ciudadano ha elegido el proceso de paz. Y, a noticia seguida, oyes al señor Rivera, con su cara de bibliotecario decimonónico e, idénticamente, va el tío y dice que el ciudadano quiere que se respete la Constitución y que no se negocie con independentistas. ¿Qué ciudadano español de este país exige tal postura? ¿Cuántos? ¿Qué ciudadano exige la contraria? ¿Cuántos? ¿Cuándo? ¿Dónde? ¿Las encuestas? Me tiro al suelo de la risa y me abofeteo sañudamente para desencajarme la mandíbula. Todo el mundo sabe que las encuestas siempre arrojan resultados satisfactorios para el organismo que las encarga. Así que al ciudadano se le ofrecen comuniones con ruedas de molino. Y las traga. En cambio, el pueblo era más duro de pelar. (In)cultura.



martes, 25 de septiembre de 2018

DEL MAL Y DEL BIEN


Más bien de “El mal”. Aunque ponerse a hablar del mal a estas alturas de la civilización y del progreso es como ponerse a fotografiar pololos en las playas de Río de Janeiro. Pero, en fin, acojonado uno por los últimos acontecimientos, léase asesinatos en Siria, asesinatos en Palestina, asesinatos en Israel, asesinatos en Irak, un día tras otro, sin parar, asesinato o maltrato físico de mujeres (esos hijos de puta que degüellan o tiran por el balcón o destrozan a golpes el cráneo de la mujer que tal vez amaron, a la que prodigaron caricias, a la que hicieron madre de sus hijos…), asesinatos, violencia, horror, miedo, acojonado uno por tanto acontecimiento desastroso, decía, terrorismo, fanatismo, intimidación, crueldad, no tiene más remedio que ponerse a hablar del mal.
Qué le ocurre al hombre (demos de lado al sonsonete que si hombre que si mujer, etcétera y aceptemos, para este artículo, la norma gramatical académica que incluye en el masculino a la generalidad del ser humano). Qué le ocurre al hombre, al ser humano. Qué viento negro de maldad y perversión azota las conciencias. Si es que hay conciencia. Si es que el sentimiento del mal oprime el interior de las personas y las empuja a rechazarlo. La conciencia, esa capacidad de opción que decide en cada ocasión el destino del individuo. Qué le ocurre al hombre, que ha elegido la muerte. La muerte. El hombre contra el hombre. Homo homini lupus de Hobbes. Desde que entró el pecado en el mundo, según la descripción bíblica, el mal se adueñó del hombre. ¿Existe el mal en sí mismo? Esa es la pregunta. ¿Existe el mal y rodea al hombre y lo captura, lo aprisiona, lo aniquila? ¿O es el hombre el que engendra el mal, lo esparce, lo difunde? Nadie ha conocido la esencia del mal. Los filósofos se han devanado la sesera para acercarse a la identificación del mal. No lo han conseguido. Si acaso solían definirlo con aproximaciones analógicas, más que nada por contraposición al bien.  Llegaron a conceptuar el bien como algo que se difundía por sí mismo, algo así como partículas que se escindían de sí mismo, y se extendían. De ahí el axioma escolástico de bonum est difusivum sui. La actualidad demuestra que se confundieron. Es el mal el que se extiende, se transmite, se contagia, se generaliza. Sócrates, con su concepto del valor moral como intelectualismo —tan imitado después por la Ilustración, y así le fue el pelo— creyó que sólo con ciencia e ilustración se podía educar al hombre. «Virtud es saber», dijo. Por consiguiente, si el saber puede aprenderse, la virtud es algo que se puede enseñar. Así que Sócrates no se anduvo por las ramas y lanzó el aforismo tan repetido de que “nadie se equivoca queriendo”, vamos, algo así como que nadie hace el mal a mala leche. Esto también se lo creyó Rousseau, y no propiamente cuando rechaza la monarquía constitucional y aboga por una democracia del pueblo soberano, sino cuando se traga lo de la inocencia edénica de la naturaleza humana. Schelling, sin embargo, mandó a hacer gárgaras las teorías de Rousseau y, como buen hijo de un pastor protestante de Württemberg, se planteó el problema del mal junto con la filosofía de la libertad. Y piensa que el mal no surge, como las setas en un campo de estiércol, de una voluntad puramente racional; tiene que haber algo irracional que sea fuente del mal y de la culpa: es la discordia del absoluto, un pecado original más filosófico que bíblico, de donde nace al mismo tiempo el bien y el mal, de donde surge la lucha entre el bien y el mal, de donde procede el sentido de la historia. Así que la historia no es otra cosa que ese antagonismo entre el bien y el mal que, en cuanto abstracciones, son llevadas a cabo por el hombre. De manera que el hombre es el que hace el bien y el hombre el que hace el mal. Ideas parecidas o diferentes o semejantes o disparejas o heterogéneas o desiguales han mostrado otros pensadores a lo largo de los siglos, como Platón, Boecio, Isidoro, Böhme, Maquiavelo, Leibniz, Schopenhauer y demás rellenadores de páginas en los manuales de Historia de la Filosofía. Ninguno da en el quid. Ninguno aclara en qué consiste el mal, dónde se refugia, cómo germina en el corazón de las tinieblas.
Insisto. Qué le ocurre al hombre. Por qué elige el mal en lugar del bien. Que ciclón de fuego maligno abrasa las entrañas de los terroristas. Qué negra y sombría ofuscación les provoca el deseo de terminar la guerra de Siria en un baño de sangre. Me da igual que sean terroristas chechenos, turcos, yihadistas, musulmanes, norteamericanos, Al-Qaeda.
Es inquietante, la pregunta. ¿Dónde se esconde el mal? Casi siempre se ignora, también en los pequeños aconteceres. Leo que decenas de alcaldes del PSC quitarán la bandera española en la Diada. ¿Eso es bueno o malo? ¿Es un bien o un mal la bandera? ¿Cómo un pedazo de tela (un símbolo no más, en el sentido icónico del término) concita tantas pasiones, a favor o en contra? Pienso que el hombre no siente real, íntima, individualmente tal devoción a la bandera sino que hay ‘alguien’ que lo incita a amar por encima de todo una bandera, a odiar por encima de todo otra bandera. ¿Dónde radica el mal, en el odio exacerbado o en el amor incontrolado? Por amor a una bandera se mata; por odio a una bandera se mata. Que alguien me diga qué importa el amor, en este caso, si su defensa conlleva el odio, la destrucción, la muerte de otros seres humanos. O en qué se diferencia ese sentimiento del que mata y destruye impulsado por el odio a otra bandera. El amor y el odio confluyen, se equiparan el bien y el mal.
Los ocultos y turbios intereses personales de aquellos que rigen los destinos de los hombres han extendido el mal por el mundo, una sombra gigante y turbadora como la negra silueta del diablo, el Leviatán político de Thomas Hobbes.

jueves, 14 de junio de 2018

EL ENGAÑO 1


EL ENGAÑO Y EL VINO


Bueno, bueno, cómo nos engañan. No sé de dónde habrá salido la subespecie gnómica de que «los engañan como a chinos», porque en este asunto del engaño o todos somos chinos (cosa apodícticamente incierta por demográficamente inexacta) o también se engaña a quienes no son chinos  (cosa, a lo que parece, bastante exacta). Y es que por lo que respecta a engañar, todo el mundo engaña que es una barbaridad.
No podía ser menos. Desde que entró el pecado en el mundo, según la tradición bíblica, gracias al desparpajo sinuoso de la serpiente que engañó a Eva, las acciones humanas se asientan en cimientos psicológicos sazonados de engaño. Cualquier teogonía que se precie aspira a describir sus orígenes a base de exponer las triquiñuelas y engaños con que los dioses pretendían sobreponerse, anteponerse, humillarse y fastidiarse unos a otros. Algunos hubo que, aburridos por la continua displicencia de las diosas y alborotados por la sorprendente aparición de los encantos femeninos en forma de mujer, se largaron a por tabaco y decidieron adoptar  apariencia humana, lo cual que se metamorfosearon (que es una forma etimológica y fina de simulación y engaño) para cepillarse a hembra mortal, roídos por un deseo antropomórfico desproporcionado y rijoso. De esta forma, ejemplarizaban con sus actitudes las acciones de los mortales que, a cronología seguida, se liaron a engañarse unos a otros dando opción,  como todos sabemos, a que empezaran los primeros acontecimientos (proto)históricos.
Vengamos, sin embargo, a nuestros días. Yo soy un goloso del buen  vino. Y no es porque Horacio lo exaltara en sus 'Odas', a medias entre el tono epicúreo y estoico, o magnificara las excelencias del vino de Chipre. Me agrada el vino por ese estado de ligera levitación que induce a la amistad y a la charla. Ese equilibrio anímico de efectos gratificantes que nunca producen las alegrías ni las penas. Así que buen vino. Años y años he recorrido la Sierra de Gata (Robledillo, Descargamaría, Hoyos, Acebo, Cilleros, Villamiel...) bebiendo las excelencias del vino de pitarra sosegado en las bodegas domésticas, esas excelencias exultantes que, poco a poco, alegran el alma y convierten las rodillas en livianos copos de algodón. Es como beber algo insólitamente sagrado.  Beber la pitarra serragatina es casi beber una profanación.
Pero hay quien te chafa el invento. Ahora resulta que hay quien te engaña miserablemente y te da gato enológico por liebre. Así que ya no me atrevo. Entraba en el bar y siempre pedía ‘uno del país’. La fragancia de madera de castaño se acomodaba en la copa y la olorosa suavidad del caldo invadía el paladar con la amante persistencia de un regalo. Ahora me atenaza la desconfianza porque el aroma añejo se ha convertido en química manipulación de metasulfito y el olor a huevo podrido, característico de los compuestos sulfurosos, me provoca la mueca y el rechazo. Corre el rumor de que no es uva de la Sierra, azucarada y lenta, la que fermenta en algunas bodegas. Ha sido sustituida por uva más barata,  traída de otras tierras. Con ella se redondea una cosecha espuria porque te engañan y te hacen tragar por liebre olorosa la carne de un gato peleón y ácido. Hay quien te avisa.
—Si quieres beber buena pitarra —dicen—, tienes que dirigirte a alguien de confianza. Sólo en las bodegas de los particulares, esos que cosechan el vino seleccionado en pocas tinajas para uso familiar y doméstico, se encuentra el vino de siempre.
Así que he dejado la pitarra y me dedico a la olorosa ingesta de Reservas y Crianzas con denominación de Origen.





lunes, 5 de marzo de 2018

¿QUÉ HACER SIN EL CAFÉ?



Café, copa y puro. Constituían la tríada perfecta. Componían la santísima trinidad de los acontecimientos familiares, pongamos bodas, bautizos y cumpleaños. Establecían la tricromía visual de los anuncios taurinos. Formaban el nacimiento trillizo de la amistad y de la relación socialmente afectuosa. Pues nada. El puro ha pasado a mejor vida: quien lleva un puro en la boca es como si llevase descaradamente la manifestación indecorosa del cáncer. La copa está pasando a mejor vida, porque la vida de los bares de copas supone, en opinión de los íntegros, un reducto de degeneración y francachela en el que se alcanza, si acaso, la posesión de la desventura, abstracción quiróptera que aletea a las cinco de la madrugada. Es preferible copearse en círculos amistosos y domiciliarios.
También quieren quedarnos sin café. Los vigilantes de la playa mundial se han vestido de largo, el largo del luto y de la melancolía, y aseguran que el café es muy peligroso porque crea adicción. Estos dietéticos del Reino Unido no paran. No dicen nada del té, tan apropiado para la ceremonia y la narrativa, sobre todo si se trata del té de las cinco. Pero quieren cargarse el café. ¿Qué va a hacer el personal trabajador y administrativo si le privan del café? ¿A dónde dirigir sus pasos entre nueve y once de la mañana si dan la escapadita al bar y encuentran sellada la máquina del café? El personal clínico y sanitario, médicos y médicas, enfermeras y enfermeros, auxiliares y celadores y celadoras, ¿qué harán cuando llegue el día infausto en que no puedan exprimir una gota de las cafeteras comunes, tan familiares en los reservados de los pasillos hospitalarios? El café crea adicción. Peligrosísimo. Esos científicos que de vez en cuando asoman la cabeza entre las páginas de revistas especializadas, aseguran que el café puede llegar a convertir a cualquiera en un ser digno de lástima, consumido por la cafeína, aletargado en un centro de rehabilitación para toxicómanos.
La vida se volverá triste y vacía sin la emergencia eufórica del café. Sin el café, los gobernantes se dedicarán a mandar (actividad completamente distinta a la de gobernar) y a encargar encuestas de adicción. Estoy seguro de que todos los adictos a la telefonía móvil (verdadera adicción contra la que nadie se mete, miles, millones de aparatitos móviles que generan miles, millones de euros diarios, bravo, que el gentío se aficione a los mensajes de móvil, que el personal se convierta en toxicómano, ya lo es, de tonos, de superbromas, de buzones, de nombrescolor, de besos, de graffitis, de estrellas de la fama, de logoligas, de regalosdp siete, de sonoclips, de poemas de amor y de corazones multicoloreados, una enjundiosa drogadicción al ocio movil), estoy seguro, te decía, de que los adictos a la telefonía móvil no lo serían si disfrutasen charlando alrededor de una taza de café. Pero los gobernantes no consideran peligroso el enganche al móvil porque esta adicción no genera gastos a la seguridad social. Al contrario, genera millones de ingresos a las grandes compañías, lo que hace que suba el PIB y se extienda la apariencia de que todo va bien. Sin embargo, el móvil no tiene sabor. Tiene sonido y color, pero carece de olor y, sobre todo, de sabor. Los estudiosos de la alimentación aseguran que en este siglo habrá a nuestra disposición en torno a 250 sabores que, aunque desconocidos previamente, podrían formar parte de nuestra dieta. Puede que sea así, nunca se sabe. Pero por mucho que aparezca el AMP (adenosina monofosfato), bloqueante de los sabores amargos, jamás el paladar humano podrá olvidar el regusto acibarado del café. Los medios de comunicación aseguran que la vivienda nueva ha subido un 19 por ciento, la mayor alza en 15 años. Sin embargo esa subida no es tan importante como la adicción al café, porque el Gobierno, tan ciego de consumo y de hipotecas, prefiere un fácil y engañoso bienestar económico al bienestar fisiológico del café.  Probablemente Andrés Trapiello saborea una taza de café cuando duda, se sumerge en el recelo y la desconfianza ante «determinadas novedades literarias o artísticas de moda, la última mierda comprada con dinero público para un museo, el último montaje ‘deconstruido’ de una ópera de Mozart o la vitola de ciertos éxitos de ‘prestige’ literarios».
¿Qué vamos a hacer sin la olorosa esencia del café? Nuestros hijos, nuestros nietos quedarán reducidos a fría sustancia cibernética, aterida de hombre cerebral y riguroso. Si 100 attosegundos durasen lo mismo que un segundo, un minuto equivaldría a 14.000 millones de años, la edad calculada para el universo. Refocilaciones así constituirán el aséptico sustituto del café dentro de 40 años. No somos nadie.

viernes, 16 de febrero de 2018

SOBRE LA OPINIÓN



Hace pocos días, una persona me comentaba que La Habana para un infante difunto, de Guillermo Cabrera Infante, era una obra reiterativa y cansina, algo así como un pretexto para la descripción pormenorizada de su iniciación sexual. Le respondí que en una novela no es determinante el tema sino el tratamiento literario que se dé al tema. No nos poníamos de acuerdo. Argumenté entonces que el propio Vargas Llosa afirma que la prosa de Cabrera Infante «es una de las creaciones más personales e insólitas de nuestra lengua» y que Juan Goytisolo lo ensalza deslumbrantemente con motivo del Premio Cervantes que en 1988 se concedió al autor cubano. Todas las opiniones son respetables, dijo, pero la mía no coincide con la de esos señores. Me quedé confuso y cortado, porque la respetabilidad de una opinión depende de la categoría de quien la emite en el asunto en que la emite, así que la opinión de Vargas Llosa acerca de un asunto literario me parece respetabilísima, cosa que no ocurre si quien opina acerca del mismo asunto carece de la entidad suficiente como  para emitir tal opinión. Algo parecido me ocurrió con la última obra de Dulce Chacón, La voz dormida, criticada desfavorablemente, desde el punto de vista de la estructura narrativa, por J.M. Pozuelo Yvancos en el Cultural de ABC, crítica no admitida por mi amigo para quien el tema de la novela es espléndido, aunque no lo sea su estructura. «Además, a mí me gusta. Y mi opinión vale tanto como la de ese crítico», me dijo.
Todas las opiniones son respetables, dicen. No lo creo. No sé de dónde ha salido la parida refranera, más gnómica que popular, de que todas las opiniones son respetables. Y se mantiene el dicho con una firmeza granítica, venga o no a cuento la opinión. Hay quien expone su opinión razonadamente, utilizando argumentos apropiados que demuestran, al menos, conocimiento del hecho demostrable, y hay quien expone su opinión tozuda y tercamente, esgrimiendo argumentos tan escasamente convincentes como el ‘porque lo digo yo’ o ‘porque a mí me lo parece’ o ‘porque me gusta’. Y, curiosamente, mientras el instruido expone su opinión simplemente para razonar de alguna manera sobre un hecho cuestionable, sin la pretensión de convencer al oyente, el energúmeno desavisado y cenutrio expone la suya desprovista de fundamentos de razón, como si en ello le fuera la vida, hasta el punto de que considera como enemigo a quien no se la acepta o se la rectifica. Desconocen estos opinadores el aforismo del sahadi persa, ese que afirma que quien expone su opinión sin que se la pidan lo único que expone es su propia imbecilidad. Para mí que el personal anda muy confundido en esto de la opinión. Contribuyen a abundar en esta desorientación opinadora determinados canales de Internet que piden la opinión indiscriminada del personal sobre cualquier clase de asuntos, aun los no considerados como importantes por la mayoría ciudadana. Y no estoy de acuerdo en eso de que todas las opiniones son respetables. Hay que respetar la opinión del técnico o del entendido en la materia sobre la que se opina. Pero ¿por qué tengo yo que respetar la opinión de un tipo que expele ventosidades opinantes sin venir a cuento? 
Se ha generalizado un concepto perverso de democracia que defiende que las opiniones de todos sobre cualquier cosa son equiparables, dice José Antonio Marina. Así que se vayan a tomar por donde puedan los que afirman que todas las opiniones son respetables. Ni hablar. Respeto la opinión de alguien que por sus méritos o por su reconocimiento universal, o por su dominio de un tema (sea científico, mecánico, fontanero o albañil) puede mostrar una opinión enriquecedora. Pero no admito como respetable la opinión del gilipollas que no sabe de la misa la media acerca de un tema y se pone a opinar de él como si repartiera patentes de calidad. Que se la respete el memo de turno que lo escucha o que le toca escucharlo. Tanta opinión respetable. (Pues tampoco la mía, listo).

sábado, 10 de febrero de 2018

LO DE ESCRIBIR, ESA COSA



Desde que leí lo de Javier Marías ando cabizbajo. «Imprenta o fuego», decía él. Se refería al hecho dificultoso de la escritura, aun teniendo facilidad e imaginación para escribir, y a la minuciosidad y trabajo que conlleva el acto de crear una novela, corregirla, depurarla, dotarla de naturaleza artística e insuflarle vida verosímil. Aun así, miles, cientos de miles de personas, gente de toda clase y condición, preparada y no preparada, culta y analfabeta, toñín y maruja, ha escrito  novelas «o ansía un día escribirlas». Asegura Javier Marías que cuando, en su momento, visitó la Feria de Francfort, tuvo «la sensación de gota de agua en el océano» que le produjo la contemplación de cientos de stands repletos de libros, catálogos en los que aparecían millones de libros. Es la sensación «de ser superfluo», la abrumada convicción de que nada va a cambiar porque yo escriba una novela. No me extraña que el autor asegure (¿o es también ficción narrativa?) que duda si arrojar al fuego la última novela que está escribiendo, o terminando de escribir, o que ya ha terminado, no recuerdo.
No fue ficción narrativa, sin embargo, el extremo al que llegó en cierta ocasión Rafael Sánchez Ferlosio. Acababa yo de publicar mi primer poemario (1982 o por ahí) y me dijo un día Leopoldo Gutiérrez, senior (q.e.p.d.): A ver si me pasas algún ejemplar, que me gusta leerte. Se lo entregué en su consulta de otorrinolaringólogo, en la Corredera, y hablamos de libros y autores. Me contó entonces que una tarde se dirigió al palacio de los Duques de Alba (llamado ‘de la Camisona’, en Coria) para visitar a Rafael, con quien mantenía cierta relación amistosa de juventud. Ferlosio se disponía a arrojar a las llamas de la chimenea el manuscrito de su, entonces, última novela, cosa que hizo, fastidiado por el acoso de los editores. A propósito de esta anécdota, varias veces me ha aguijoneado la intención de comentarla directamente con el propio Sánchez Ferlosio. Con frecuencia me cruzo con él en alguna calle de Coria, o en el paseo de la Isla acompañado de Jesús Domínguez, o  sentado en la terraza de Alkarika embebido en sus reflexiones, o charlando con Gonzalo Hidalgo. Lo saludo y me dice, ¡Qué hay, Máximo!, pero no me decido a preguntarle por la quema de su manuscrito. (Máximo era el nombre de mi padre, peluquero que le arreglaba el pelo, así como a su padre, don Rafael Sánchez Mazas durante las estancias en Coria). 
Vuelvo al principio. Si Javier Marías ha sentido tentaciones de arrojar al fuego su última novela; si Rafael Sánchez Ferlosio arrojó, en cierta ocasión,  su manuscrito al fuego; si estos espléndidos escritores, inscritos ahora mismo entre los mejores de las letras españolas, con reconocimiento general y unánime de lectores y crítica, si estos autores, ya digo, se consideran como gota de agua en el océano de la publicación (Marías), o con la tímida  humildad personal que lo desenfatiza (Ferlosio), a ver qué hacemos los que escribimos de vez en cuando cuatro cosas deslavazadas y, estas sí, probablemente prescindibles.
Así que una especie de depresión literaria me ataca las meninges cuando observo las ingentes cantidades de escritores (?) que he visto en Internet, escritores (?) exultantes, pagados de sí mismos, descubridores de mediterráneos narrativos o poéticos, para qué se me ocurriría entrar en la dirección web hallada, una de esas que pululan a cientos por los portales internáuticos dedicadas a la cosa literaria: cientos, miles de escritores, tropecientos escritores, poetas, novelistas, ensayistas, cuentistas de todo el mundo (sobre todo poetas, qué bárbaro, y cuentistas), buscadores incansables del tesoro que sustenta la raíz del éxito. Resulta sorprendente la cantidad de gente que se dedica a escribir: jubilados, amas de casa, honestos funcionarios, empleados de banca, músicos callejeros y hasta despreocupados y mangantes... Ahora, eso sí, los que más inciden en el hecho escribidor son los jóvenes y los enterados (de pueblo). Se entiende que a un joven (se me hace difícil el femenino jóvena, pero lo tengo en cuenta) lo posea el apetecible anhelo de la escritura y acaricie sueños de celebridad y editoriales. Pero un enterado “que no ha escrito ni una línea” en su trabajadora vida venga, a estas alturas de la maduración, a autodefinirse como escritor porque lee sus alucinaciones romanceadas en la fiesta del Libro, no deja de aparecer como una pretensión extrema. Tal vez yo sea capaz de mirar el nivel de aceite del cárter de mi coche e incluso de hurgar en el carburador si el caso lo requiere. Tal vez yo sea capaz de adquirir en cualquier carrefour unos módulos empaquetados y montar con ellos un zapatero para colocar, obviamente, los zapatos en un rincón de la cochera. Tal vez yo sea capaz de arreglar un enchufe e incluso de desmontar el halógeno de la lámpara del salón, que acaba de fundirse. En ningún caso, sin embargo, se me ocurrirá afirmar a causa de dichas capacidades que soy mecánico, electricista o carpintero. Mucho menos, de fina carpintería.
La enseñanza literaria era fundamental en programas y métodos al finalizar el Imperio romano. Prisciano, profesor en Bizancio durante 27 años, compuso su Praeexercitamina para mostrar a sus discípulos cómo habían de componer un relato o una fábula, variar las figuras retóricas o desarrollar un tema siguiendo reglas determinadas. Ahora cualquier chichirimundi, desconocedor de reglas y de técnicas, se cree un Garcilaso surgido de alguna O. T. literaria.

(Acotación: este artículo fue publicado en HOY en septiembre de 2002. Jesús Domínguez me dijo unos días después que, hablando con Ferlosio sobre el tema, Rafael le comentó que jamás se le había ocurrido lanzar al fuego ninguno de sus escritos).






viernes, 2 de febrero de 2018

El premio Planeta


Sin ir más lejos, el Planeta. Descalificado, dicen los medianamente cultos. Una mierda el Planeta, concedido de antemano y negociada su publicación con autor/a que posea excelente capacidad de reclamo y que pueda asegurar ventas millonarias. A lo más, lo leo pero no lo compro, oyes por ahí. (Encima, jeta abusona). Sin embargo, edición miliejemplarizada, miles de ejemplares en quioscos y escaparates, como rosquillos encuadernados, esa producción en masa de la tahona editorial para abastecer las tendencias gastronómicas de los adictos a la bollería lectora.
A pesar de todo, si caes por cualquier ámbito funcionarial o docente puedes escuchar conversaciones cultas tipo,
—Oye, ¿has leído el Planeta de este año?
—¿Yo? Prefiero tragarme un programa de Jorge Javier Vázquez y su Sálvame Limón.
Y así.
Desde la afilada hendidura de la confusión, pregunto: ¿Quién lo lee si todo el mundo se marca el farol de que no lo lee? ¿Quién lo compra si el personal afirma que se lo prestan, afirmación que abunda en ese vergonzoso y oculto concepto del préstamo atribuido a la pasamanería de las cintas porno? Así y todo, se asegura que el Planeta vende. ¿A lectores ostentosamente cultos? ¿A eruditos gravemente incultos? ¿A docentes fatigosamente hartos de páginas? ¿A agentes de la bolsa? ¿A sindicalistas empedernidos? ¿A la policía montada del Canadá? Es un misterio. El misterio de la venta embrujada. Hay quien asegura, no obstante, que si el Planeta vende doscientos cincuenta mil ejemplares de la primera tacada, por algo será.
En términos parecidos se asentaba la discusión que yo mantenía con mi suegro para quien “Sálvame Limón" era un buen programa televisivo porque poseía uno de los share más altos de audiencia. Y aunque mi cabezona machaconería repetía centenares de veces que los millones de teledrogados no justifican la calidad de un programa televisivo (ni los miles de lectores la calidad de una obra narrativa), mi suegro se cerraba en banda y aseguraba con esa certidumbre que se asienta en la evidencia que si tantos lo ven (o la leen) por algo será. ¡Ah, esa amplitud inabarcablemente misteriosa del indefinido!
Concluyo. Solamente la patanería lectora (los críticos son pajas de otro pajar) o los movidos por intereses editoriales, se atreven a calificar una obra literaria con criterios extra literarios. Que así no sea.