martes, 27 de octubre de 2015

EL PODER ASOMA SU CABEZA DE VÍBORA

El poder. ¿Qué oscuro y desconocido impulso germina en el interior de la persona hasta el punto de arrastrarla, aunque sea conflictivamente, a conseguirlo? ¿De qué lóbrego, recóndito agujero les sube a algunos el ansia incontrolada de poseerlo? Se menciona la palabra poder e inmediatamente se piensa en el poder político. Y no es eso. Quiero referirme a la riada turbulenta que irrumpe de vez en cuando dentro de todos y cada uno de los seres humanos y los empuja hacia el poder. Puede tratarse de un poder utópico para conseguir una sociedad utópica. Ahí están los falansterios de Charles Fourier y sus intentos de transformar la sociedad a base de asociaciones de trabajadores para liberarse del poder capitalista. O Etienne Cabet, que escribe su Viaje a Icaria para demostrar que la propiedad privada, el dinero y el trabajo pueden ser perfectamente planificados por la sociedad. Sin embargo, ni Fourier ni Cabet llegaron muy lejos. Su ideal de igualdad, sin sometimiento a poder alguno, fue ridiculizado por Engels, que les colocó el sambenito de «socialistas utópicos». ¿Y todo por qué? Porque pretendían eliminar el poder y establecer una sociedad igualitaria en la que nadie fuese más que otro. Utopía. Imposibilidad práctica de llevar a efecto las buenas intenciones por descontextualizar las acciones externas de los sentimientos interiores. En lo más profundo y oscuro del ser humano asoma el poder su cabeza de víbora.
El poder. No se trata de dinero. El dinero vale para poco si quien lo posee lo acumula para gastarlo en el Corte inglés. Lo tienen todo, dice el gentío alucinado ante el destello deslumbrante de los 340.000 millones de euros de Amancio Ortega. No lo tienen todo. Acumulan millones para conseguir poder. O  para ampliar el poder. O para influir en el poder. O para manipular a quienes ostentan, o detentan, quién sabe, otra clase de poder. El poder político. Nadie sabe qué turbios impulsos se encienden en el interior de las personas para ‘meterse’ a políticos. ¿El unte? No lo creo. Es el poder, es el sentimiento incontrolado de percibir que los demás giran a su alrededor, que pueden decidir sobre la hacienda de los demás, que pueden permitirles construir una casa o exigirles que derriben el alero de una esquina. Que pueden conceder subvenciones y colocar delante de un ordenador al sobrino de una prima de su cuñado. El poder también inaugura carreteras, pone primeras piedras y sale en la foto.
El poder, ajeno al ridículo verbal, promete a destajo, sin parar mientes en que una cosa es predicar y otra dar trigo.

viernes, 16 de octubre de 2015

LAS ENCUESTAS MIENTEN

No sé cómo podrían vivir sin encuestas hace pocos años. La encuesta es la manifestación del ejercicio opinante. La gente no opinaba. La gente trabajaba de sol a sol, suele decirse tal vez con la exageración incomprensiva de las afirmaciones rotundas. El personal trabajaba y no opinaba, al menos nadie le pedía que manifestara su opinión. Y era tan feliz, al parecer. A nadie interesaba la opinión de los demás. Mucho menos a los que mandaban. Los que mandaban se dedicaban a eso, a mandar, que (no) era lo suyo, y ni de broma se les ocurría consultar la opinión del gentío. Hoy día no. Hoy día la encuesta constituye una magnificación de la ciudadanía, que también trabaja, aunque parezca que en vez de trabajar consume y, a la vez que consume, responde con alegría los cuestionarios de las encuestas.
Con frecuencia se hacen encuestas sobre asuntos que no interesan al personal pero, una vez lanzados los resultados al general conocimiento de la gente, generan desasosiego y hasta debate, que ahora se lleva tanto. El debate se ha generalizado tanto como el pantalón pirata, ese de la media pierna. Y, efectivamente, la encuesta es al debate lo que el culo al pantalón, de manera que no hay buen debate si la encuesta no luce con sus redondeces ocultas y sus protuberancias amañadas. En lugar de hacer encuestas sobre el asunto de si el PP va reduciendo intención de voto con respecto al PSOE, o sobre otros productos del papanatismo antagonista, los encuestadores deberían preguntar al personal acerca de si están interesados o no en que baje el precio de los carburantes, o preguntarles hasta qué punto se aclaran la garganta para que la voz les salga limpia y eufónica cuando se quejan de la inseguridad ciudadana.
—Oiga, señor —podrían preguntar a algún viandante—, ¿qué opina usted de la amable protección que la policía ofrece al ciudadano en general, y a usted en particular, cuando regresa a su domicilio después de haber tomado unas copas el viernes por la noche con los amigos?
La pregunta es, ciertamente, ampulosa y prolija, cargante hasta cierto punto, pero a ver, una pregunta de encuesta debe poseer cierto grado de prosecución retórica, porque estaría muy feo que el encuestador interrogase al viandante como el que dispara a bocajarro:
—Oiga, ¿la policía cumple o son unos mantas?
El problema de la encuesta reside en que de ordinario las preguntas que configuran el cuestionario están redactadas siguiendo los intereses del encuestador, de manera que el gentío responda lo que al tal encuestador interesa oír. Porque para oír lo que no interesa es preferible prescindir de la encuesta. ¿Por qué no se pregunta a los españoles sobre el matrimonio entre homosexuales, sobre su adopción de hijos? ¿Por qué no se les pregunta sobre el analfabetismo de los famosos y/o de los políticos? ¿O sobre el recorte en las prestaciones sociales? ¿O sobre la falta de trabajo en general y de la juventud sin trabajo en particular? ¿Por qué no se hace una encuesta sobre lo que piensan los españoles de los jueces? ¿Qué opinan los españoles de los jueces y de la justicia? Me gustaría saberlo.

A pesar de todo, la encuesta no define una realidad: la taxidermiza (la palabra no existe pero, puestos a exagerar, se me ocurre utilizarla). En realidad la taxidermia solo es eso: apariencia de vida, de no muerte, de no. Una encuesta en manos de los políticos, escribió Pitigrilli citado por Ussía, es una cosa en la que toda mentira se convierte en un gráfico.

lunes, 12 de octubre de 2015

CAINISMO

Aún recuerdo aquel dibujo de Gustavo Doré —aquellos dibujos sorprendentes y azules de la Historia Sagrada— que representaba un hombre musculoso, cubierto de medio cuerpo para abajo con una piel, blandiendo una quijada de asno. Lo que más me sorprendía, sin embargo, era su mirada. Una mirada huidiza, retorcida hacia lo alto del cielo, que escuchaba una voz recriminadora y condenatoria. Era la mirada de la culpa.
Y es que, para ser el primer hijo de mujer que habitó la tierra, Caín ya fue un ejemplar portentoso en lo de conseguir una buena lista de récords. Fue el primero en realizar múltiples actividades humanas: fue el primer amargado, el primer envidioso, el primer asesino, el primer fugitivo de la justicia (divina). En fin, un prototipo original y literalmente protervo, un molde en el que se fraguó la figura humana. No pretendo resultar irreverente, pero hay veces en que el hombre parece hecho más a imagen y semejanza de Caín que a imagen y semejanza de Dios.
Desde los albores de la Humanidad, la figura renuente de Caín se ha multiplicado época tras época, milenio tras milenio, siglo tras siglo, año tras año, días tras día, para significar que la lucha de contrarios sobrevive pavorosamente, nos engulle y nos fagocita. Desde las primeras páginas del Génesis aparece siempre entre los hombres la contraposición de contrarios, ya digo, la lucha entre y el bien y el mal, esa oposición antitética, en la que regularmente resulta vencedora, de forma enigmática y terrible, la figura del mal. Y aunque históricamente hayan despuntado personajes (los santos o los héroes) que lucharon por implantar en el mundo la figura del bien, en realidad su intento consiguió poco si se compara con el crecimiento espectacular del mal, una especie de larva poderosa y satánica (¿satánica?) que arrasa sin contemplaciones la escasa flor del bien.
Para qué hablar del hambre en el mundo, para qué hablar del horror de la guerra, de la injusticia social. En teoría, miles de obras sesudas tratan estos temas. En la práctica, cientos de organizaciones  gubernamentales y no gubernamentales, cientos de asociaciones religiosas o laicas, pretenden erradicar el mal del mundo. Pero no hay que ascender a esos niveles globalizadores. Si desciendes al ámbito de la cotidianidad, el cainismo proporciona también un campo propicio a la desavenencia. Una reunión familiar, una reunión de vecinos copropietarios, un pleno del Ayuntamiento, por ejemplo, se convierten en un avispero en el que los acuerdos se tornan imposibles.
Hechos a imagen y semejanza de Caín. Con la quijada de asno de la envidia. Mierda de vida.


jueves, 8 de octubre de 2015

MIS DATOS VUELAN POR AHÍ

La intimidad individual se asienta en los datos. Tus datos son tu afirmación. Uno es nadie si carece de esa minúscula y tibia alcoba de los datos personales. Uno encuentra en ella su propia y personal protección. Si se derrumba la concavidad protectora de tus afirmaciones, te diluyes en la nada. Tu lugar y fecha de nacimiento, el nombre sagrado de tu padre y el de tu madre, tan entrañable. Su esfuerzo, su sacrificio por criarte, acude siempre que oyes su nombre. Y más datos, si estás casado o soltero, divorciado, separado o emparejado, si viajas al extranjero o veraneas en el Pirineo aragonés, si tienes dos hijos y dos hijas, o uno y una, o ninguno, tu profesión, tus aficiones y hasta la marca de coche que compraste hace dos años, dónde trabajas, qué categoría profesional es la tuya, de qué poder adquisitivo disfrutas. Todos tus datos, toda tu intimidad volando por ahí, toda la amplitud de tus obsesiones, de tus aficiones, de tus devociones, de tus adquisiciones, todas las cicatrices de tus apegos y fidelidades, toda la interioridad de tus desvaríos, todos aparcados en las bases de datos de no se sabe quién, diseminados en las agendas de cientos de casas comerciales, tus datos en el aire, y tú con el culo a las goteras, quién coños ha difundido mis datos, quién ha negociado con ellos, quién ha sacado tajada de ese rastro de mí mismo, ese rastro a veces doloroso que he ido dejando a lo largo de la vida por las covachuelas oficiales, por los garitos institucionales, por las agencias y organismos, qué hijo de puta ha comerciado conmigo.